Declinaba la tarde cuando Antón, el chatarrero, aparcó su vieja
furgoneta delante del único bar del pueblo. Acostumbraba a aparecer por aquellos
andurriales cada dos o tres meses y no siempre entraba en el bar, pero en esta ocasión
consideró que no tenía nada mejor que hacer; empujó la puerta y alzando el
sombrero como solía hacer siempre, saludó:
·
Muy buenas tardes, señores.
Dentro había tres clientes, los tres arrimados a la barra.
Tras indagar un poco en su memoria, Antón fue recordando sus nombres; al que estaba
leyendo una revista le llamaban García, rondaba los setenta años y siempre
llevaba la camisa remangada hasta el codo, la boina calada y el reloj de
bolsillo con su leontina de plata colgando del ojal del chaleco; el que hablaba
con el dueño del bar se llamaba Facundo, tenía siempre el cayado colgando de la
barra, fumaba gruesos cigarros y lucía un
bigote muy poblado y canoso, manchado de nicotina; el tercero y más
joven del grupo se llamaba Lolo. Él fue
quien, levantando la vista de su teléfono móvil, miró a Antón y le
contestó:
·
No veo yo por aquí a ningún señor, Antón.
Facundo pidió una botella de vino para ellos tres y mandó ponerle
al chatarrero lo que quisiera beber.
·
Muchas gracias –dijo éste-, tomaré un vaso con
ustedes si me lo permiten.
Luego, les preguntó si sabían de alguien que tuviera chatarra
o algún electrodoméstico para desguazar.
·
No sé. Tal vez García –dijo Facundo.
García miró al chatarrero y contestó:
·
Qué vamos a tener, hombre, si hace menos de dos
meses que pasaste por aquí la última vez.
Facundo cogió la botella y llenó los vasos. García se sumergió
de nuevo en la lectura pero al rato se volvió hacia sus compañeros mostrando la
revista.
·
Mirad que dice aquí.
Cuando constató que todos le prestaban atención leyó:
“Aseguramos perros, gatos, loros y toda clase de animales
de compañía. Asegure a su mujer, amigo”
·
¿Qué? –exclamó Lolo, arrugando el entrecejo -.
¡Déjame ver!
Dejó el móvil encima del mostrador, le arrebató la revista
y leyó en voz alta: “Asegure a su mejor amigo” Y, apuntando a García con el
índice, le instó:
·
García, vete al oculista.
·
Bueno, es que estas letras pequeñas no las veo
bien sin gafas –se excusó García.
·
Yo le vendo unas gafas graduadas, de las mejores
que hay en el mercado y a un precio de ganga –dijo Antón.
·
No, tengo unas en casa que eran de mi abuela y
me van muy bien de momento.
·
Le ofrezco unas gafas de primera calidad a
cambio del espejo que tiene arrumbado en
su almacén. Total no lo usa. Y le doy
diez euros encima.
Se refería a un espejo ovalado, enmarcado en una aleación de
cobre, con mucho ornato y filigranas, que el chatarrero había visto un día que
se asomó a la puerta del almacén.
·
Ese espejo no está en venta.
·
¿Quince euros?
·
No hay trato.
Facundo llenó el vaso de Antón y pidió otra botella. Lolo seguía
tecleando en su móvil. De vez en cuando dejaba que sonara una canción. Entre trago y trago, Antón
seguía negociando con García la compraventa del espejo, llegando a subir la
oferta hasta los veinticinco euros y las gafas graduadas. Pero García, de
pronto anunció que se iba, que era la hora de la cena y “mañana es día de
escuela.” A una seña suya, el dueño del bar sacó de detrás de la barra una caja
de plástico con doce botellas de vino y la dejó en el suelo a su lado. García
echó la caja al hombro y se despidió de sus amigos con una de sus frases
favoritas: “Salté a Francia. ¡Buen país!”
Sorprendiendo a todos, Antón apoyó la mano en la cadera, sobre la empuñadura de una espada
imaginaria y terminó la estrofa:
·
Y como en Nápoles vos, / puse un cartel en París
/ diciendo: Aquí hay un don Luis / que vale lo menos dos.
Cuando, cerca de la medianoche, Antón salió del bar, se acercó,
con paso vacilante y ocultándose en las sombras, a la parte trasera de la casa
de García, donde había una puerta que daba acceso al almacén. Giró el
picaporte, empujó y la puerta se abrió con un leve gemido de sus goznes. A
punto estuvo de tropezar con la caja de vino que García había comprado aquella
misma tarde. Permaneció un rato inmóvil hasta acostumbrarse a la oscuridad,
contempló con un poco de envidia la caja de vino y acabó cogiendo una botella;
la abrió con un destornillador que traía en el bolsillo, echó un buen trago a
morro y se puso a buscar el espejo que tanto le obsesionaba. Lo encontró
semioculto en una esquina, entre unas cajas de cartón vacías, lo acarició
pasando la mano por las suaves filigranas del marco, suspirando de placer, lo
besó, dejó la botella en el suelo, lo cogió en brazos, lo sacó afuera y lo
cargó en la furgoneta. Regresó para cerrar la puerta de almacén, pero entonces
se acordó de la botella de vino, la cogió y le dio un segundo tiento que la
dejó temblando. Fuera, el viento traía
jirones de niebla que difuminaban el paisaje. “La verdad es que esta noche hace
frío y aquí dentro se está mejor que en la furgo,” pensó. “Voy a sentarme un rato
al abrigo, ¿qué prisa tengo? Puedo quedarme aquí tranquilamente hasta las tres
o las cuatro de la mañana sin miedo a que me descubran.” Bebió el vino que le
quedaba de un trago, cogió otra botella y se sentó en una caja de cartón. Cinco minutos después y con la segunda botella
por la mitad se quedó dormido.
Se despertó al oír un golpe y notó de inmediato la sensación
de hallarse en un barco de pesca en medio de la mar. El capitán del barco se
parecía mucho a García, pero juraría que más grande. Miró en torno suyo y, poco
a poco fue reconociendo el almacén, aunque todo le daba vueltas menos el
maldito capitán que seguía allí firme frente a él como un poste. La luz del sol
entraba por la puerta entreabierta del almacén, deslumbrándole. Después de mucho
intentarlo consiguió levantarse, pero cuando ya estaba de pie, pisó una botella
vacía y se desplomó sobre unos botes de pintura que rodaron por el suelo con
enorme estrépito.
Y de pronto, allí mismo desde el suelo, ¡vio su reflejo en
un espejo idéntico al que había robado unas horas antes! ¡No podía ser! Cerró
los ojos unos segundos, los abrió de nuevo y el espejo seguía allí delante,
reflejando su cara profundamente demacrada.
García se lo explicó:
·
Al ver que no estaba donde siempre, no sé por
qué me figuré que estaría en tu furgoneta. Fíjate, parece increíble pero
acerté. Me permití coger también unas gafas para leer. Dime cuanto te doy por ellas.
·
Nada –dijo Antón-, déjelas en compensación por
las dos botellas de vino que me bebí. Yo quería comprarle el espejo, señor
García. No quería robárselo –se excusó, con acento lastimero.
·
Ya –replicó García, meneando la cabeza-, supongo
que se subió él sólo a la furgoneta.
·
En otras circunstancias nunca lo hubiera robado,
se lo juro por mi madre, pero quería regalárselo a mi novia que cumple los cuarenta
pasado mañana. Ella buscaba un espejo así como el suyo y yo se lo había
prometido.
·
Y te salió mal la jugada por emborracharte y
luego dormirte. Vamos a hacer una cosa: voy a ayudarte a llegar hasta la
furgoneta y cuando se te pase la moña te largas. García agarró a Antón de un brazo, lo llevó a
la furgoneta, volvió a por el espejo y se lo puso con cuidado encima del asiento de al lado.
·
Regálaselo a tu novia –dijo y, dándose la
vuelta, desapareció en el interior del almacén antes de que el chatarrero
consiguiera salir de su asombro.