domingo, 30 de diciembre de 2012


El contorsionista
Cuento ganador del LXVIII concurso quincenal de Bubok Tema: La metamorfosis

Julia miró con los ojos enrojecidos de llorar, el desordenado montón que formaban todos sus enseres en medio de la pieza principal de la vieja casa. Aquella misma mañana, el banco les había echado, por no poder pagar la hipoteca, del pequeño apartamento que fue su hogar durante un año. Tres hombres habían llegado con la policía y habían sacado todas sus cosas a la calle. Su tía Isaura, al verles allí en la acera sin saber a dónde ir, les había ofrecido aquella casona que, además de estar bastante apartada del núcleo urbano, ofrecía un desagradable aspecto de abandono, tanto por fuera como en el interior.
-Hasta la pasada semana vivió en ella un tipo algo extravagante y huraño, pero limpio –les explicó la tía-. Se llamaba Aquilino y nunca llegué a saber a que se dedicaba últimamente, sólo me dijo que de joven había sido contorsionista, que durante un tiempo había trabajado en un circo y más tarde se había enrolado en un barco de pesca. De pronto desapareció y no volvimos a verle el pelo. Se fue sin pagarme cuatro meses. Seguro que andará navegando por esos mares de Dios
El primo Iván, hijo de la tía Isaura, les había hecho gratuitamente la mudanza en su sucia y destartalada furgoneta y les había ayudado a meter todo el flete en el comedor. Javier, el marido de Julia, se había ido a trabajar y ella había quedado sola en la casona contemplando las cajas de cartón que contenían su vajilla, las bolsas de la basura con su ropa, un fardo hecho con una colcha atada por las cuatro esquinas, algún pequeño electrodoméstico, un colchón y una alfombra todavía enrollada.
Ahora empezaba a oscurecer y Julia pulsó el interruptor de la luz, pero la única bombilla que colgaba del techo no se encendió y lo mismo le ocurrió con todas las luces de la casa; se asomó a la ventana y constató que las casas cercanas permanecían a oscuras. “Debe de ser una avería general,” pensó. Por suerte, Aquilino había dejado una gran provisión de velas en un cajón de la cocina; fue encendiendo y dejando una en cada habitación de la casa, luego volvió a la cocina y comprobó que había un calentador de agua que funcionaba con butano; lo encendió, entró en uno de los dos cuartos de baño, el más amplio, abrió el grifo del agua caliente y, mientras se llenaba la bañera, empezó a desnudarse. Se había quitado el vestido y los zapatos, cuando las bombillas se encendieron e iluminaron de golpe todas las habitaciones. Fue entonces cuando vio la lavadora de la ropa en una esquina del baño y a través del cristal de la puerta de carga vio que había algo extraño dentro. Se acercó y se agachó a mirar qué era; un rostro de hombre, lívido, cadavérico, aplastado contra el cristal, la miraba fijamente desde el interior con unos ojos desorbitados. Julia lanzó un grito de espanto y cayó al suelo desvanecida.
El Hado burlón, quiso que la mano que tenía apoyada en la lavadora se deslizara  unos centímetros y quedara encima de los botones del encendido y del centrifugado, manteniéndolos presionados, de modo que el tambor empezó a girar, con aquella cosa en su interior, a dos mil quinientas revoluciones.
No se sabe con exactitud cuanto tiempo estuvo Julia desmayada, pero cuando despertó, la lavadora seguía centrifugando. Al recordar lo que había visto, Julia se levantó de un salto y salió corriendo del baño. En la cocina, después de tomar una tila, empezó a hacer conjeturas: “Es un hombre, eso está claro, yo diría que es el inquilino Aquilino, el contorsionista, pero, ¿quién le metió en la lavadora? A ver: hay dos posibilidades, una que el marido de mi tía haya venido a reclamarle el alquiler, hayan discutido, a mi tío se le haya ido la mano y le haya matado y no se le ocurriera un sitio mejor para ocultar el cuerpo. La otra es que él mismo se haya metido ahí, en un esfuerzo por demostrarse a sí mismo que todavía conservaba la flexibilidad de su juventud; pero, incluso para un contorsionista, tiene que ser muy difícil acomodarse en un espacio tan reducido como es el tambor de una lavadora de ocho kilos, así que cuando quiso salir y vio que sus miembros anudados se habían bloqueado y no le obedecían, se puso nervioso, luego sufrió un ataque de pánico y se le paró el corazón”.
Cuando llegó Javier, una hora después, y Julia le contó atropelladamente lo sucedido, entró en el baño y paró la lavadora que seguía girando sin control, abrió la puerta de carga y una pelota perfectamente redonda, un poco mayor que un balón de fútbol salió por su propio impulso y rodó por el suelo hasta la bañera. Javier la cogió y se quedó mirándola asombrado, pero al darse cuenta de que aquello que tenía en sus manos era un cadáver enrollado, comprimido y compactado, lo soltó de inmediato; la pelota cayó en el agua de la bañera y empezó a desenrollarse despacio.
Aquilino había perdido en parte la forma de un cuerpo humano: había quedado reducido a apenas ochenta centímetros de largo, tenía una cabeza desmesurada, con cuatro pelos que ondeaban en el agua, tenía el cuerpo aplastado como una tabla y las piernas enroscadas una con otra. Se hundió despacio en la bañera y, al sumergirse, proyectó una columna de burbujas que reventaban, silenciosas, en la superficie. A la vista de semejante horror, Javier perdió de golpe toda su entereza, se le revolvió el estómago y vomitó en el agua, encima del contorsionista; seguidamente, abandonó el baño a toda prisa, cerró la puerta y la precintó clavándole un par de tablas cruzadas.
-No estaremos mucho tiempo aquí –le dijo a Julia para tranquilizarla-, y mientras, podemos arreglarnos con el otro cuarto de baño, aunque sea un poco más pequeño e incómodo.
-Sí, pero esas tablas que clavaste en la puerta no hacen más que recordármelo.
-Eso puede evitarse si colgamos unas cortinas que las oculten. 
Así lo hicieron, pero ocurrió que, una semana después, en el baño precintado empezaron a oírse ruidos cada vez más fuertes y más insistentes. Javier se armó de valor, desclavó la puerta y la abrió con cuidado. Aquilino seguía en la bañera, pero su cuerpo había sufrido una nueva metamorfosis: en el lugar de los brazos tenía ahora dos aletas, no tenía cuello, su piel se había oscurecido y su boca era enorme; en conjunto ofrecía un aspecto horripilante. Se estaba transformando en un  pez, pero no en uno cualquiera, sino en un pez muy feo: el Lophius Budegasa, más conocido vulgarmente como: Rape.
Javier se forzó a no apartar la vista de él, vio que movía débilmente la cola y se dio cuenta enseguida, de que se estaba muriendo de inanición. Con el mango de la escoba levantó el tapón de la bañera para que saliera el agua y el pez comenzó a boquear; consiguió meterlo en un saco de lona y lo llevó en el coche hasta la orilla del mar. Una vez allí lo soltó desde el acantilado; lo vio zambullirse en el agua y a continuación alejarse a lomos de una ola y le gritó:
-¡Adiós, Kilo, amigo, pescador reconvertido en pez! ¡Cuidate de tus antiguos colegas, que no te atrapen en la red!




viernes, 28 de diciembre de 2012

Veintiocho de diciembre


(Un soneto para los santos inocentes).

Una gran turbulencia se aproxima,
predicen algunos con insistencia;
yo, que soy doctor en turbulencias
y apuntalo con poemas mi autoestima,

tomo mis precauciones contra el viento:
nunca abro dos ventana a la vez
y abotono el abrigo hasta la nuez
si tengo que salir de mi convento.

El día de inocentes, por la acera,
no conviene meterte en un pitote,
un jaleo, barullo o pelotera.

Si no vas con un ojo en el cogote,
es fácil que te roben la cartera
y te cuelguen encima un monigote.

miércoles, 19 de diciembre de 2012


Ramiro el Lobo

II
Desde que Don Pedro le había despedido, después de trabajar para él como un animal de carga durante quince años, Ramiro no había vuelto a ver a Pepita. Aquella noche, empezó a escuchar dentro de su cabeza voces que le decían: ¡Secuéstrala! ¿A que esperas?
Era noche de luna llena. Los parroquianos en el bar se asomaban a la puerta a ver si oían aullar a Ramiro el Lobo, pero éste estaba ocupado ensillando su caballo, desempolvando su rifle de caza, el cuchillo de monte, un hacha, unas esposas como las que usa la policía y, finalmente, una escalera de mano que sujetó como pudo a la montura.
-Creo que lo tengo todo –dijo en voz alta, mientras se ajustaba a la cintura la canana repleta de balas.
Al trote de su caballo, observado desde el cielo por una luna redonda y brillante como de plata, se dirigió a la hacienda de don Pedro como una sombra en la noche. La luna le guió, haciéndole llegar de vez en cuando su pálida luz por entre los árboles para que no equivocara el camino.
Cuando llegó a la entrada de la finca se apeó del caballo y desató la escalera. Los hierros de la verja que rodeaba la finca eran como lanzas de dos metros y medio de altura. Estaba amarrando el caballo a un árbol próximo a la entrada, cuando un dóberman surgió de la oscuridad dentro del jardín y le enseñó los colmillos a través de las rejas, luego, al reconocer al antiguo empleado de la casa, el perro se limitó a gruñir sin mucha convicción. Ramiro le encañonó con el rifle y le metió dos balazos en la cabeza; a continuación arrimó la escalera a la verja. Alertado por los disparos, apareció en la puerta don Pedro apuntando a la noche con su Winchester. Tronó de nuevo el rifle de Ramiro y el hacendado recibió un impacto en el pecho, soltó el arma y cayó despacio, hasta quedar de rodillas; un nuevo disparo le lanzó de espaldas dejándole tendido en una postura grotesca. Pepita, que llegó a la puerta corriendo, lanzó un gritó y se arrojó sobre el cadáver de su padre, sacudiéndole por los hombros y llamándole entre sollozos. La luna se ocultó detrás de una nube, dejando en tinieblas el escenario de la tragedia. Ramiro, sin perder en ningún momento su sangre fría, colgó el rifle en bandolera y subió por la escalera, una vez arriba, sosteniéndose en precario equilibrio entre las afiladas puntas de los hierros de la verja, alzó la escalera y la pasó al otro lado, descendiendo por ella al jardín, mientras Pepita huía presa del terror. En la puerta, Ramiro se encontró con la madre de Pepita, que venía gritando, en camisón y con el pelo alborotado. Sin dudar, descolgó el rifle y le disparó dos veces, dejándola tendida cerca del cadáver de su marido. Mientras Pepita se refugió en su habitación e intentó arrastrar la cama para atravesarla delante de la puerta; empeño inútil, pues Ramiro ya se abría camino a hachazos, haciendo astillas la hoja de madera. Arrinconándola entre la cama y el tocador, le sujetó las manos a la espalda e intentó ponerle las esposas. No tuvo problemas con la primera manilla, pero cuando iba a cerrarle la segunda en la otra muñeca, Pepita le dio un pisotón, logró que le soltara una mano, se volvió empuñando la lámpara de la mesita, que era de cerámica, y la estrelló contra su cabeza. Ramiro gritó de dolor y la soltó. Pepita corrió, pasando por encima de los cadáveres de sus padres que yacían en medio de un gran charco de sangre; cruzó el jardín, abrió  el portón de hierro, salió y lo cerró tras ella con dos vueltas de llave. Ya se creía libre cuando su carrera se vio de golpe frenada: se le había enganchado en los hierros la manilla de las esposas que le colgaba de la muñeca. Ramiro, la cazó al vuelo y la cerró sobre un barrote, esposándola a la verja.
-Creías que te ibas a escapar, ¿eh? ¡¡Ja,ja,ja,ja!!
La risa de Ramiro sonaba lúgubre en medio de la noche. Era la risa de un perturbado.
Ahora estaban separados por la verja y el portón cerrado con llave. Pero no importaba, Ramiro no paraba de reír: allí estaba la escalera esperándole, sólo tenía que salir del mismo modo que había entrado. Ella no podía escapar. Subió despacio y se acomodó arriba, con cuidado de no herirse en los remates afilados de los hierros. Alzó la escalera y la pasó al exterior. La luna salió de detrás de la nube y le iluminó, Ramiro, haciendo equilibrio en lo alto de la verja, miró a la luna e inició uno de sus aullidos lobunos. Tenía un pie entre los barrotes y el otro en el último peldaño de la escalera. Y de pronto, Pepita dio una violenta sacudida a la verja, aquel remedo de aullido se  interrumpió de golpe y se transformó en un grito espeluznante que rebotó por todo el valle. Pepita alzó la vista y le vio tumbado boca abajo sobre los hierros, mirándola con ojos desorbitados. Dos lanzas puntiagudas se hundían en su pecho y la verja se iba tiñendo de rojo con su sangre. La luna corría a ocultarse  detrás de la nube, o quizá era la nube la que corría, y Pepita, encadenada al portón, ocultó la cara entre las manos temblando horrorizada.
Así fue como los encontró Eduardo, cuando llegó silenciosamente en su coche, con las luces apagadas para evitar los ladridos del perro. Él mismo me lo contó muchos años después al calor de la chimenea, mientras Pepita nos servía unos vasos de vino.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Ramiro el Lobo

Amigo/a visitante: Bien están los microrelatos y la poesía, pero a veces intentar un pequeño cambio de estilo puede resultar tan refrescante como cambiar de paisaje. Por eso hoy quiero ofrecerte la primera parte de un relato de "terror" Relato que tendrá su continuación mañana o pasado.


Ramiro el Lobo
I
Ramiro C. J. alias El Lobo, nunca había sido un chico pendenciero hasta que se enamoró de Pepita, la hija de don Pedro, su patrón. Es cierto que a veces, en las noches de luna llena, se asomaba a la ventana y aullaba como un lobo y que, a veces, los perros le respondían desde distintos rincones del pueblo y que esta murga a la una de la mañana resultaba un poco  molesta, pero nunca llegaba a ser insoportable. Los vecinos le tomaban a chirigota. Pero una tarde, en el bar, se enteró de que Eduardo, un joven poeta que recitaba poemas subversivos en la Casa del Pueblo, se veía con Pepita a escondidas de don Pedro. Ramiro montó en cólera y, después de una breve pero violenta discusión con Eduardo, profirió un aullido terrible y de un mordisco le arrancó una oreja al poeta.
La noticia del mordisco se extendió como la pólvora por toda la comarca y llegó a oídos de don Pedro.
Don Pedro era un rico ganadero y su hacienda la mayor y mejor situada del pueblo. La mansión que se había hecho construir en su finca semejaba un castillo inexpugnable. Era de todo punto impensable que aceptara a ninguno de los dos rivales como pretendientes de su hija. A Ramiro le despidió en el acto, sin pagarle el último mes de trabajo; respecto al poeta desorejado, el hacendado amenazó a su hija con meterla en un convento si volvía a hablar con él. Para más seguridad, sólo le permitía salir del castillo acompañada de su madre o de él mismo. Pero ni las amenazas ni la privación de libertad lograron que la joven le obedeciera. Luchar contra el amor con el despotismo como arma principal, es como amenazar a la luna con un tirachinas.
Una tarde, pasaba Eduardo por delante del escaparate de un comercio cuando oyó un susurro a su espalda:
-¡Eduar!
Se volvió y  vio a Pepita que se acercaba diciendo:
-Déjame ver que te hizo Ramiro, ese animal, –él apartó el pelo, dejándole ver el vendaje que tapaba el lugar donde antes tenía la oreja y ella exclamó compungida-: ¡Oh!, ¿cómo puede haber en el mundo seres tan salvajes? –Luego, tras una pausa muy breve, continuó-: Mi madre se está probando un vestido ahí dentro y en cuanto salga del probador y note mi ausencia saldrá a buscarme; ¡pero tenía tantas ganas de verte!
-Yo también tenía muchas ganas de verte. Te esperé muchas veces en nuestro escondite del bosque…
-Espérame allí esta noche a las once. Tan pronto esté segura de que mi madre se ha dormido me reuniré contigo.
-¿Y tu padre?
-Mi padre está de viaje. –Pepita no pudo disimular su tristeza al añadir-: Tengo que irme ya.
-Sí, vete, no quiero que te riñan por mi culpa.
-Adiós, mi amor. Hasta la noche.
Caminando con la cabeza inclinada, Pepita entró de nuevo en el comercio y desde allí le miró a través de la luna del escaparate.
La últimas horas de la tarde se le hicieron eternas a Eduardo pero, poco a poco, la noche fue llegando y, por fin, a las once y media, Pepita salió de su casa y se acercó al coche, que esperaba a cincuenta metros de la entrada, oculto entre los árboles del bosque con las luces apagadas. Al verla llegar, Eduardo le abrió la puerta y exclamó en voz baja:
-Buenas noches, mi vida; pensé que ya no vendrías.
-Siento haberte hecho esperar. Hoy, mi madre tardó mucho en dormirse. Le llevé una copita de anís y hasta un poema le leí, de Rubén Darío.
-Deberías haberle leído uno mío.
-Quería dormirla, no excitar su fantasía.
Pepita se estremeció y Eduardo la estrechó en sus brazos.
-Pero sí estás temblando, mi amor –exclamó.
-Está la noche algo fresquita.
-Apriétate bien a mí que yo te daré calor.
 Se abrazaron, se desnudaron en medio de la oscuridad, se taparon con una manta y se amaron como la primera vez, conscientes de que su relación tenía un futuro tan incierto que, aquél, bien podría ser su último encuentro.
Luego, Pepita hizo dos cosas: consultó su reloj y miró al cielo a través de la ventanilla. El reloj indicaba las tres, la luna estaba en cuarto creciente.
-Cariño, tengo que irme.
-¿Ya quieres abandonarme?
-Ojalá no tuviera que hacerlo, pero ya bastante he tentando a la suerte.
-Yo vendré aquí a diario y en el agujero del roble te dejaré mis cartas y mis poemas. Si puedes venir de vez en cuando y dejarme una respuesta, ése será nuestro sistema de comunicación y tal vez así logremos concertar otro encuentro.

Ramiro, había jurado en el bar que mataría a Don Pedro y secuestraría a Pepita. Nadie le hizo caso excepto la dueña que, enamorada de Eduardo, veía en el Lobo a un posible aliado.
Un mes después del incidente de la oreja, estando solos la dueña del bar y él, ella le informó de las últimas noticias:
-Pepita y Eduardo han estado viéndose en secreto y un amigo del poeta me ha dicho que mañana se encontrarán los dos muy temprano en la estación del tren para viajar, con nombres falsos, a algún lugar remoto donde nadie pueda encontrarles.
-¿En el tren? ¡Pero si Eduardo tiene coche!
-Si viajaran en el coche de él los encontrarían enseguida, cabeza hueca.
-¡Eh, eh, sin faltar! ¿Quién te ha contado todo eso?
-Se dice el pecado pero no el pecador.
-¡Mataré a Eduardo, a ese hijo de puta!
Ramiro se había puesto rojo de ira. Bebió la cerveza de un trago y salió precipitadamente del bar.
“Ha llegado el momento,” se dijo a sí mismo “Esta noche voy a raptarla, aunque para ello tenga que matar a su padre, al poeta y a todo el que se cruce en mi camino.”

Continuará.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Enamorado de sus ojos.

Madre, unos ojuelos vi,
verdes, alegres y bellos:
¡Ay, que me muero por ellos
y ellos se burlan de mí!

Lope de Vega, (en la Dorotea)

El criado y la mula


Relato ganador del LII concurso de microrelatos de bubok.

-Cuando no estén atentos –dijo el criado a la mula-, echa a correr hacia las peñas; yo te seguiré.
-¿Y ellos? –dijo la mula.
-Sin nosotros nunca acertarán a salir de aquí.
-¿Y nosotros?
-Sin ellos seremos libres como el viento, nadie volverá a esclavizarnos nunca más.
Huyeron, abandonando a sus amos en medio de las inhóspitas montañas. Nada más despistarlos, el criado montó en la mula y la arreó con el látigo.
-¡Oye, oye, sólo mis amos utilizan el látigo conmigo! –protestó ella.
-Ahora soy yo tu amo –replicó el criado.