domingo, 22 de diciembre de 2013

Delante del supermercado

Micro relato ganador del 79 concurso de bubok.

Dijo entre dientes el mendigo joven al viejo:
-¡Qué negocio, la Navidad! ¿Tú ya compraste el turrón?
-No; me lo prohibió el médico –contestó el viejo, sin dejar de observar los carros de la compra-; dice que tengo alto el azúcar; ¿y tú?
-No me apetece el turrón, ni los mazapanes; sólo me hace feliz una buena chuleta.
-Ya me lo imagino. Oye, ¿y si entraras ahí y compraras una botella de cava?
-¿Cava?, qué va; el médico me lo prohibió. Según él, tengo el ácido úrico por las nubes.

-No me extraña, es lo que traen los excesos.

martes, 17 de diciembre de 2013

Sueños

Ya lo dijo Calderón:
la vida es sólo un sueño
y los sueños ¡qué raros son!

Soñé que una bacteria
misteriosa se metía
en todas las cajas fuertes
de los bancos y comía
la tinta de los billetes.

Soñé que Rajoy perdía
el dominio de la trola;
enfermedad que consistía
en que siempre que mentía
le entraba la risa boba
y le duraba todo el día.

Le tuvieron que ingresar
en La Paz esta mañana,
pues llevaba una semana
riéndose sin parar.

martes, 29 de octubre de 2013

La guerra interminable





-Vas a saber quién soy yo el día que el empuje de mis huestes logre derribar todas tus defensas. Sí, un otoño ha de llegar en el que lograré un ejército invencible para enfrentarme a ti en una guerra sin cuartel y te venceré y aniquilaré. Entonces sabrás quién soy yo, el ser más diminuto del Universo: El virus de la gripe. 

martes, 8 de octubre de 2013

Esto no es un cuento. (Lampedusa)

Para los países europeos los negros de las pateras son un incordio. Si sólo fueran unos pocos no habría problema, pero son muchos y hambrientos, "por eso es preferible que se ahoguen en el mar". Luego se rescatan los cadáveres, los que aparezcan; un negro muerto sólo necesita una caja de madera.
Siento vergüenza de ser ciudadano europeo.

lunes, 16 de septiembre de 2013

El refugio

Micro relato ganador de la 72º edición del concurso de micros. "Nueve por siete" era la frase con la que debían empezar todos.

El refugio


Nueve por siete, creo que mide la cueva donde permanecimos hacinados, veinticinco miembros de cuatro familias, todo el tiempo que duró la Guerra civil. Adultos y niños conviviendo, comiendo juntos y durmiendo en el suelo, entre ellos una joven de mi edad: Dolores, que encontró, para nuestra intimidad un escondite entre las peñas. Cuando terminó la guerra y regresamos al pueblo, ya éramos veintiséis.
RayTan.

domingo, 28 de julio de 2013

En la discoteca

Versión algo corregida del micro relato presentado en el concurso de bubok.

Sin que nadie se diera cuenta, fui a ocultar mi vergüenza detrás del equipo de música. Un grupo de jóvenes bailaba en el centro de la pista, entre ellos, mis amigos y la chica de los ojos negros que acababa de darme calabazas. Indignado, tiré del cable de alimentación del tocadiscos y lo arranqué de cuajo. De inmediato cesó la música y se apagó la voz de Juan Luis Guerra, que en aquel momento cantaba: “¡Si tú no bailas conmigo prefiero no bailar!” 

viernes, 26 de julio de 2013

No es un chiste

El otorrino hablaba bastante alto y claro antes de intentar, sin éxito, sacarme la cera de los oídos, cuando me dejó por imposible y se sentó de nuevo detrás de su mesa, su voz se había transformado en un susurro casi inaudible.

domingo, 23 de junio de 2013

Noche de San Juan

En la noche de San Juan,
hay fuego en el cielo,
ninfas en las fuentes,
rosas en el pelo...
Esa niña que baila
junto a la hoguera,
no bailaría sola
si me quisiera.
Con su vuelo, la falda
de mi morena
dibuja caracolas
sobre la arena.
En su balcón puse un ramo
de menta y romero
y con el ramo una nota
que dice: te quiero.

miércoles, 12 de junio de 2013

Te lo has creído



-Soy yo, Señor, tu siervo Omar, el que sacrificó su vida en la lucha contra esos perros infieles de Occidente.
-Ah, eres tú; y ¿por qué tienes tanta prisa para entrar en el Paraíso?
-Porque estoy deseando disfrutar  de las setenta y cinco vírgenes que nos tienes reservadas a los que hemos muerto por la Fe.

-Tú eres tonto, muchacho, si te has creído que aquí hay tantas vírgenes. ¿Sabes lo que supondría tener en el Paraíso setenta mujeres por cada varón? Nos convertirían en esclavos, nos someterían a toda clase de humillaciones y cada día desearíamos estar muertos.

domingo, 5 de mayo de 2013

Lázaro




Yo, Lázaro, vivía con mi madre. Ella estaba soltera y yo tenía diecisiete años y un deseo irrefrenable de aventuras; quería escapar de mi mísero destino, evadirme, desaparecer, acabar para siempre con mi asquerosa vida de mozo de almacén y dejar de pasarme las noches en vela esperando a mi madre hasta la madrugada.

Una noche metí en casa a un joven mendigo que estaba en la calle temblando de frío. Estaba intentando calentarle un vaso de leche cuando empezó a gemir y a retorcerse de dolor. Me volví con el vaso en la mano para dárselo pero el mendigo emitió un gruñido, cayó de espalda y se quedó con los ojos muy abiertos y fijos en el techo. Al ver que no se movía supuse que había muerto y en ese mismo instante concebí la idea  que habría de cambiar para siempre mi vida: Vestí al mendigo con mis ropas, mis zapatos y mi reloj de bolsillo y yo me puse sus harapos, amontoné sobre él algunos cartones y revistas y le apliqué una cerilla. Una hora después contemplaba, desde la esquina de la calle, la humareda que salía por la ventana de la cocina de mi casa. Corrí a esconderme mientras los vecinos acudían con calderos de agua en un vano intento de apagar el fuego.

Al día siguiente, asistí a mi propio entierro escondido detrás de la tapia del huerto del señor cura.

Desde aquel día hasta hoy han transcurrido cuatro décadas. Me cambié el nombre por el de Renato y me he dedicado a recorrer España pidiendo limosna, cometiendo pequeños hurtos, durmiendo entre cartones, viajando en los trenes sin billete y de vez en cuando trabajando en los más diversos oficios: Recolecté naranjas en Valencia, aceitunas en Jaén, fresas en Almería y patatas en La Rioja; compré chatarra, trabajé de pastor, de peón de albañil, e incluso llegué a enrolarme en un circo. Y aún tuve tiempo para casarme con una yonqui a la que ayudé a morir de una sobredosis. No tengo ningún documento que acredite mi existencia, porque para todos los que me conocían estoy muerto: Todos ‘saben’ que fui pasto de las llamas que arrasaron mi casa y las dos viviendas adyacentes el fatídico mes de marzo de 1941.

La yonqui se llamaba Violeta y era como una flor de invernadero. Cuando murió lloré de impotencia por no haber podido sacarla de su particular infierno. Aquel día, cuarenta años después de la supuesta muerte de Lázaro, Renato murió con Violeta y, entre la tristeza y la desolación, Lázaro resucitó.

Ahora vuelvo a mi pueblo confiando en que nadie me reconocerá.

Todo está muy cambiado: Han asfaltado las calles, han instalado semáforos y han pintado pasos de cebra. En el lugar donde se alzaba mi casa y las otras dos que se quemaron han construido un bloque de viviendas y el bar donde antiguamente trabajaba mi madre es ahora una tienda de ropa infantil. Me asomo a la puerta. Dentro hay dos mujeres; una está detrás del mostrador, debe de ser la dependienta, la otra es una anciana de unos ochenta años, más o menos. Me quedo mirándola cada vez más convencido de que aquella anciana es mi madre. Ella también me mira fijamente, parece asombrada. La dependienta me aborda:

-Buenas tardes, señor. ¿Qué desea?

Yo guardo silencio. La anciana y yo seguimos mirándonos. Ella parece muy nerviosa y yo pronuncio, sin darme cuenta, una palabra entre dientes, apenas un susurro:

-Mamá.

Ella abre desmesuradamente los ojos, grita, ¡Lázaro!, y se desvanece. Y yo, acudo a sostenerla para que no se caiga de la silla.
Ella, al volver en sí me abraza y me dice:

-Nunca llegué a creer que aquellos restos chamuscados fueran tuyos. Lo único que me hacía dudar era que el quemado tuviera tu reloj.

Una hora después corría por el pueblo la noticia de que Lázaro había vuelto.

-¿Pero no había muerto quemado?

-Sí, pero ha resucitado de sus cenizas.

martes, 30 de abril de 2013

Desahucio

Cuando regresas de tus garbeos por la Red, de madrugada,  cierras el facebook, el twitter y los chats, te despides de tu mundo virtual, te obligas a enfrentar la cruda realidad de tu fracaso y te das cuenta de que no habrá más aplazamientos ni demoras. De poco te sirvieron las firmas al congreso y los escraches, de nada ha de servir que te encierres en casa con tu familia: Llegarán sin avisar, saltarán de sus furgones, subirán corriendo las escaleras, derribarán la puerta a mazazos y tú pondrás punto final a tus problemas arrojándote por la ventana.

domingo, 14 de abril de 2013

Doscientos gramos



-No se te nota nada.

-Pues te juro
que perdí doscientos gramos en una semana. Así ando, muerta de hambre todo el
día, pero lo peor es que tengo al jefe cabreado; me reprocha que los ratones se
paseen por la cocina como Pedro por su casa.


-¿Y por qué no los cazas?

-Porque no puedo comer carne, ¿no ves que estoy a dieta?

-No se te nota nada. 

martes, 5 de febrero de 2013

Cuento ganador del 55 concurso de micros de Bubok, corregido. Comienzo obligatorio: Había terminado en un sex-shop.


Error de cálculo

Había terminado en un sex-shop por error: él creía que detrás de aquella pared había una joyería, pero cuando terminó el agujero y  pasó al otro lado le cayó encima una estantería, aporreándole con un montón de artilugios eróticos. Los policías, que llegaron al instante, alertados por un vecino, le encontraron semienterrado entre  condones, anillas, bolas chinas, y vibradores de diversos tamaños y colores. Al oír la voz: ¡Arriba las manos!, alzó el vibrador que empuñaba, con forma de pene, y apuntó con él a un policía que, asustado, instintivamente repelió el ataque, abatiéndole de un disparo. 

viernes, 25 de enero de 2013

Ladrón por amor

Relato que presenté al concurso de Bubok hace tiempo.




Declinaba la tarde cuando Antón, el chatarrero, aparcó su vieja furgoneta delante del único bar del pueblo.  Acostumbraba a aparecer por aquellos andurriales cada dos o tres meses y no siempre entraba en el bar, pero en esta ocasión consideró que no tenía nada mejor que hacer; empujó la puerta y alzando el sombrero como solía hacer siempre, saludó: 
·        Muy buenas tardes, señores.
Dentro había tres clientes, los tres arrimados a la barra.  Tras indagar un poco en su memoria, Antón  fue recordando sus nombres; al que estaba leyendo una revista le llamaban García, rondaba los setenta años y siempre llevaba la camisa remangada hasta el codo, la boina calada y el reloj de bolsillo con su leontina de plata colgando del ojal del chaleco; el que hablaba con el dueño del bar se llamaba Facundo, tenía siempre el cayado colgando de la barra, fumaba gruesos cigarros y lucía un  bigote muy poblado y canoso, manchado de nicotina; el tercero y más joven del grupo se llamaba Lolo. Él fue  quien, levantando la vista de su teléfono móvil, miró a Antón y le contestó:
·        No veo yo por aquí a ningún señor, Antón.  

Facundo pidió una botella de vino para ellos tres y mandó ponerle al chatarrero lo que quisiera beber.
·        Muchas gracias –dijo éste-, tomaré un vaso con ustedes si me lo permiten.
Luego, les preguntó si sabían de alguien que tuviera chatarra o algún electrodoméstico para desguazar.
·        No sé. Tal vez García –dijo Facundo. 
García miró al chatarrero y contestó:
·        Qué vamos a tener, hombre, si hace menos de dos meses que pasaste por aquí la última vez. 
Facundo cogió la botella y llenó los vasos. García se sumergió de nuevo en la lectura pero al rato se volvió hacia sus compañeros mostrando la revista.
·        Mirad que dice aquí.
Cuando constató que todos le prestaban atención leyó:
“Aseguramos perros, gatos, loros y toda clase de animales de compañía. Asegure a su mujer, amigo”
·        ¿Qué? –exclamó Lolo, arrugando el entrecejo -. ¡Déjame ver! 
Dejó el móvil encima del mostrador, le arrebató la revista y leyó en voz alta: “Asegure a su mejor amigo” Y, apuntando a García con el índice, le instó:
·        García, vete al oculista.
·        Bueno, es que estas letras pequeñas no las veo bien sin gafas –se excusó García.
·        Yo le vendo unas gafas graduadas, de las mejores que hay en el mercado y a un precio de ganga –dijo Antón. 
·        No, tengo unas en casa que eran de mi abuela y me van muy bien de momento.
·        Le ofrezco unas gafas de primera calidad a cambio del  espejo que tiene arrumbado en su almacén. Total no lo usa.  Y le doy diez euros encima.
Se refería a un espejo ovalado, enmarcado en una aleación de cobre, con mucho ornato y filigranas, que el chatarrero había visto un día que se asomó a la puerta del almacén. 
·        Ese espejo no está en venta.
·        ¿Quince euros?
·        No hay trato.
Facundo llenó el vaso de Antón y pidió otra botella. Lolo seguía tecleando en su móvil. De vez en cuando dejaba que sonara  una canción. Entre trago y trago, Antón seguía negociando con García la compraventa del espejo, llegando a subir la oferta hasta los veinticinco euros y las gafas graduadas. Pero García, de pronto anunció que se iba, que era la hora de la cena y “mañana es día de escuela.” A una seña suya, el dueño del bar sacó de detrás de la barra una caja de plástico con doce botellas de vino y la dejó en el suelo a su lado. García echó la caja al hombro y se despidió de sus amigos con una de sus frases favoritas: “Salté a Francia. ¡Buen país!”
Sorprendiendo a todos, Antón apoyó la mano en la  cadera, sobre la empuñadura de una espada imaginaria y terminó la estrofa:
·        Y como en Nápoles vos, / puse un cartel en París / diciendo: Aquí hay un don Luis / que vale lo menos dos.

Cuando, cerca de la medianoche, Antón salió del bar, se acercó, con paso vacilante y ocultándose en las sombras, a la parte trasera de la casa de García, donde había una puerta que daba acceso al almacén. Giró el picaporte, empujó y la puerta se abrió con un leve gemido de sus goznes. A punto estuvo de tropezar con la caja de vino que García había comprado aquella misma tarde. Permaneció un rato inmóvil hasta acostumbrarse a la oscuridad, contempló con un poco de envidia la caja de vino y acabó cogiendo una botella; la abrió con un destornillador que traía en el bolsillo, echó un buen trago a morro y se puso a buscar el espejo que tanto le obsesionaba. Lo encontró semioculto en una esquina, entre unas cajas de cartón vacías, lo acarició pasando la mano por las suaves filigranas del marco, suspirando de placer, lo besó, dejó la botella en el suelo, lo cogió en brazos, lo sacó afuera y lo cargó en la furgoneta. Regresó para cerrar la puerta de almacén, pero entonces se acordó de la botella de vino, la cogió y le dio un segundo tiento que la dejó temblando.  Fuera, el viento traía jirones de niebla que difuminaban el paisaje. “La verdad es que esta noche hace frío y aquí dentro se está mejor que en la furgo,” pensó. “Voy a sentarme un rato al abrigo, ¿qué prisa tengo? Puedo quedarme aquí tranquilamente hasta las tres o las cuatro de la mañana sin miedo a que me descubran.” Bebió el vino que le quedaba de un trago, cogió otra botella y se sentó en una caja de cartón.  Cinco minutos después y con la segunda botella por la mitad se quedó dormido.
Se despertó al oír un golpe y notó de inmediato la sensación de hallarse en un barco de pesca en medio de la mar. El capitán del barco se parecía mucho a García, pero juraría que más grande. Miró en torno suyo y, poco a poco fue reconociendo el almacén, aunque todo le daba vueltas menos el maldito capitán que seguía allí firme frente a él como un poste. La luz del sol entraba por la puerta entreabierta del almacén, deslumbrándole. Después de mucho intentarlo consiguió levantarse, pero cuando ya estaba de pie, pisó una botella vacía y se desplomó sobre unos botes de pintura que rodaron por el suelo con enorme estrépito.
Y de pronto, allí mismo desde el suelo, ¡vio su reflejo en un espejo idéntico al que había robado unas horas antes! ¡No podía ser! Cerró los ojos unos segundos, los abrió de nuevo y el espejo seguía allí delante, reflejando su cara profundamente demacrada.
García se lo explicó:
·        Al ver que no estaba donde siempre, no sé por qué me figuré que estaría en tu furgoneta. Fíjate, parece increíble pero acerté. Me permití coger también unas gafas para leer.  Dime cuanto te doy por ellas.
·        Nada –dijo Antón-, déjelas en compensación por las dos botellas de vino que me bebí. Yo quería comprarle el espejo, señor García. No quería robárselo –se excusó, con acento lastimero. 
·        Ya –replicó García, meneando la cabeza-, supongo que se subió él sólo a la furgoneta.
·        En otras circunstancias nunca lo hubiera robado, se lo juro por mi madre, pero quería regalárselo a mi novia que cumple los cuarenta pasado mañana. Ella buscaba un espejo así como el suyo y yo se lo había prometido.
·        Y te salió mal la jugada por emborracharte y luego dormirte. Vamos a hacer una cosa: voy a ayudarte a llegar hasta la furgoneta y cuando se te pase la moña te largas.  García agarró a Antón de un brazo, lo llevó a la furgoneta, volvió a por el espejo y se lo puso  con cuidado encima del asiento de al lado.
·        Regálaselo a tu novia –dijo y, dándose la vuelta, desapareció en el interior del almacén antes de que el chatarrero consiguiera salir de su asombro.