martes, 29 de mayo de 2012

El teatro


    ¡Señor! Sí, sí, usted, que está aplaudiendo,
aquiete ya sus manos y despierte.
¿Acaso esta parodia le divierte,
o es por disimular que está durmiendo?

Los payasos no animan la función
y en vez de darnos risa nos dan pena,
tocan una guitarra que no suena,
la cupletista olvidó su canción,

Y en lugar de conejos o palomas  
como prometía en cartelera, 
lo que saca el mago de su chistera,
son recortes, decretos y otras bromas.

Crece el descontento en la platea,
¡devuélvanme el dinero que he pagado! 
le grita al escenario un indignado
y en su entorno la gente le corea.

Alguien lanza por el aire una silla,
un payaso saluda, desolado,
y nos dice que el dinero ha volado,
que el míster se piró con la taquilla.

sábado, 26 de mayo de 2012

El fantasma

El fantasma


SAINETE EN UN SOLO ACTO

Personajes:
Fina (mujer de unos cuarenta años)
Cándido (marido de Fina, cuarenta y cinco años)
Raúl (vecino de ambos, unos treinta cinco años)


La escena está dividida en tres estancias, abiertas frente al espectador: El hall, la cocina y el salón. En la pared del salón hay un reloj que indica que son las seis de la mañana. En el salón hay un mueble bar una mesa de comedor y seis sillas, un sofá, dos sillones, una mesita baja y, en una esquina, una mesa camilla vestida con un faldón largo.

 Fina y Cándido están de pie en el hall, ella se acerca, le da un beso de despedida y le dice: hasta luego cariño. Cándido está vestido de traje y corbata y Fina está en zapatillas y bata y el pelo despeinado como quien acaba de levantarse de la cama. El hombre abre la puerta que da a la escalera, sale y cierra tras de sí. Fina desaparece a toda prisa por otra puerta y regresa un minuto después con el pelo recogido y ataviada con un “picardías” rojo que insinúa más que oculta, se acerca a la puerta por la que salió su marido, la abre un poco y la deja arrimada sin encajar el cierre, luego empieza a pasear, como presa de una súbita inquietud, entre el hall y el salón, mientras se oyen las notas de una vieja canción y la voz lejana de Sara Montiel que canta: Ven y ven y ven, chiquillo vente conmigo. La puerta se abre despacio y entra Raúl, cauteloso, con sigilo. Fina y Raúl se abrazan, comienzan a besarse, van hacia el sofá del salón y por el camino, entre beso y beso, se van desnudando. Se tumban en el sofá y, de pronto suena el timbre de la puerta, tres timbrazos seguidos.
FINA. ¡Es mi marido que ha olvidado algo! ¡Escóndete! ¡En la terraza no, que ahí te ve! ¡Aquí en la despensa!
     Raúl corre de un lado a otro, descalzo, en calzoncillos y recogiendo la ropa del suelo, Fina le empuja a la despensa, le cierra y va corriendo a abrirle la puerta a su marido, que no ha parado de tocar el timbre.
CÁNDIDO. ¿Donde andas?
FINA. ¿Qué has olvidado esta vez?
CÁNDIDO. La carpeta roja, ¿la has visto? (Cándido da unos pasos hacia el salón y tropieza con una de las zapatillas de Raúl. Fina, con disimulo, le da una patada a la otra zapatilla y la hace desaparecer bajo el sofá).
CÁNDIDO. ¿Qué coño hay tirado por el suelo? (coge la zapatilla, la mira y luego mira a su mujer y pregunta), ¿Y esta zapatilla?
FINA. La habrá traído el gato.
CÁNDIDO. ¡Fina!
FINA. ¿Qué?
CÁNDIDO. ¡No tenemos gato!
FINA. Me refiero al gato de Raúl, que no hace más que metérsenos en casa.
CÁNDIDO. ¿El gato de Raúl? ¿Y por dónde entra?
FINA. Entra por la terraza y a veces trae cosas. (Se oye un golpe en la despensa, como si se hubiera caído algo de un estante).
CÁNDIDO. ¡Está en la despensa!
FINA. (asustada), ¿Qué dices?
CÁNDIDO. Digo que el gato de Raúl está aquí. (De dos zancadas, se planta ante la puerta de la despensa y ya tiene la mano en el pomo, cuando Fina lanza un grito y se deja caer al suelo. Cándido se vuelve a ver qué le pasa)
FINA. ¡Ay! ¡Ay, qué dolores!
CÁNDIDO. ¿Se puede saber qué te ha pasado?
FINA. Creo que me hice un esguince en este tobillo.
    Cándido la levanta y la sienta en el sofá. Mientras, Raúl sale sigilosamente de la despensa y cruza la cocina. Está a punto encontrarse con Cándido, que ha oído sus pisadas y acaba de salir al hall a ver quien es el intruso. Raúl recula hacia la cocina, Cándido va tras sus pasos, Raúl intenta esconderse en el salón, corre a gatas por detrás del sofá, llega a la mesa camilla y se esconde bajo el faldón. Cándido le busca por las esquinas, desplaza el sofá, arrastra los muebles, arranca las cortinas. Está histérico. Ya sólo le falta por revisar la mesa camilla cuando su móvil empieza a sonar, le están llamando de la oficina, Cándido se disculpa con su jefe, le dice que se ha dormido, el jefe está cabreado, Cándido también lo está, porque sospecha que hay un fantasma en su casa, pero si se lo contara a su jefe no le creería. Mientras tanto la mesa camilla, como si tuviera vida propia, se desplaza velozmente a través del salón en dirección a la puerta de salida. Cándido corre tras ella y le levanta el faldón, pero debajo ya no hay nadie y la puerta de la escalera está entreabierta; el pájaro ha volado. Cándido se vuelve hacia su mujer y grita:
CÁNDIDO. ¡¡Fina!!
FINA. No grites que estoy aquí, bien cerca.
CÁNDIDO. ¿Quién estaba aquí contigo?
FINA. ¿Conmigo?
CÁNDIDO. ¡Aquí había un hombre!
FINA. No digas estupideces. ¿De verdad crees que si hubiese un hombre aquí, no le habrías visto?
CÁNDIDO. Aquí había un hombre y estuvo jugando conmigo al escondite, no te hagas la inocente.
FINA. Vale, sí, había alguien y te voy a decir quien era. Era un fantasma.
CÁNDIDO. ¿Qué?
FINA. Era el fantasma de mi pobre hermano muerto. Ese que tú echaste de esta casa a la calle como si fuera un perro sarnoso.
CÁNDIDO. Tu hermano era un yonqui.
FINA. Era mi hermano y yo era lo único que él tenía en el mundo. Al echarle de casa le mataste.
CÁNDIDO. Murió de una sobredosis.
FINA. Se suicidó porque le echamos de casa.
CÁNDIDO. O sea, que sigue viniendo por aquí después de muerto.
FINA. Según él, las almas de los que se suicidan siguen vagando algún tiempo por los lugares que habitaron. De vez en cuando me visita.
CÁNDIDO. Y, ¿qué hace? ¿Habla contigo?
FINA. Pues claro. ¡Pobre hermano mío! ¡Ni después de muerto descansa en paz! (Fina rompe en sollozos)
CÁNDIDO. Ni después de muerto deja de darte disgustos. En fin, deberías habérmelo dicho. Tengo que irme.
FINA. Vete, Cándido, antes de que tu jefe te vuelva a llamar para decirte que estás despedido.
FIN
Cuando me hablabas de belleza interior
¿te referías a algo así?

miércoles, 16 de mayo de 2012



La vid y el laurel

¿Qué tal estás hermana mía?
Yo como siempre, aturdido.
Madre se fue al cementerio
y yo aquí estoy, junto al río;
aquí, donde le jurabas
amor eterno a tu amigo,
entre juncos y espadañas,
con la luna por testigo.
¡Que poco os duró el amor!
Colérico, tu marido,
cuando se supo engañado
concibió brutal castigo:
Siguió en secreto tus pasos
a este rincón escondido
y entre juncos y espadañas
un puñal silente y frío
se abatió sobre vosotros,
tiñendo de sangre el río.

Vuestros cuerpos se llevaron
a dos tumbas muy distantes,
mas yo sé que estáis aquí,
que la sangre de tu amante
palpita en ese laurel
 y la tuya en esta vid
que brotó pegada a él.
Tú te enroscas y le abrazas
y le ofreces tus racimos,
él, esbelto y vigoroso,
te sostiene y te da abrigo.
Un hombre llora en la cárcel
a la mujer que ha perdido
y siente haber empuñado
contra su pecho el cuchillo.
La vid y el laurel, mecidos
por el viento y por el río,
se juran amor eterno,
con la luna por testigo.

jueves, 10 de mayo de 2012


Hipotético visitante despistado: Ni soy poeta ni escritor, pero suelo jugar en los dos campos. Tengo dos primeros premios en el concurso de relatos de Bubok: uno, El contorsionista, se puede leer en el blog: Calle de los relatores, pero "la florista" no está, por eso decidí ponerla aquí, por si estás aburrido y decides leerla.



La florista
Cuento ganador del LXVI concurso quincenal de relatos de Bubok. Tema: Los celos

La anécdota que me dispongo a narrarles la escuché de labios de un borracho, hace dos años, en un bar. El borracho era, por supuesto, el protagonista de la historia, la víctima. Tras el intento de ahogar sus penas en alcohol, acabó compartiéndolas conmigo. Digamos que se llamaba Francisco:
Tenía treinta años recién cumplidos y se consideraba un hombre afortunado: tenía novia formal, estaba empleado en una asesoría y en su tiempo libre cultivaba flores y plantas de jardín en una finca de sus padres, de nombre La Goleta. La mayoría de las plantas se las llevaba a Clarita, su novia, que tenía una floristería.
El tercero en discordia, su mejor amigo, se llamaba Raúl y tenía también una finca, con una bonita cabaña, muy cerca de La Goleta. Raúl era un joven atractivo, seductor y mujeriego.
La chispa saltó el día que acompañó a  Francisco a la floristería de Clarita. Era la primera vez que entraba allí y se sorprendió al verse en medio de aquella especie de selva tropical. La florista contoneaba sus generosas caderas esquivando, sin tocarlas, las plantas que tenía repartidas por el suelo, por las estanterías y colgadas del techo. Muchas veces se había encontrado con ella en la calle, pero nunca había sentido en su presencia una llamarada de deseo tan apremiante como ese día; quizá se debiera a la influencia del decorado; ella no paraba de hablar y moverse y sus manos revoloteaban, cual mariposas, entre las flores. Raúl se vio haciendo algo que no había hecho en su vida: comprar rosas para su madre.
-¿De que color las prefieres? –preguntó Clarita, y sus ojos brillaron con la más seductora de las sonrisas.
-No sé... son para mi madre.
Al sacar el dinero, para pagarle, dejó caer una moneda. Ambos se agacharon a cogerla y sus manos se encontraron en el suelo, detrás de un enorme ficus. Se miraron, ella dejó escapar una risita algo nerviosa y, durante unos segundos, en sus ojos brilló un destello de complicidad.
Testigo del descarado coqueteo, Francisco palideció y arrugó furiosamente la factura que guardaba en su mano derecha, dentro del bolsillo.
                                         ***
Quince días después de aquel suceso, la relación entre Clarita y Francisco se había deteriorado hasta límites insostenibles, tanto, que aquella misma tarde, hacía tan sólo un par de horas, ella le había dicho por teléfono que no estaba segura de sus sentimientos y que lo mejor era  que no volvieran a verse durante un tiempo. Con el corazón destrozado, pues estaba perdiendo a la vez a su novia y a su amigo,  Francisco corrió a refugiarse en La Goleta. No quería ver a nadie pero, a escondidas, se asomó a la finca de Raúl y vio el coche de éste delante de la cabaña. Sabía que tenía la costumbre de llevar allí a sus conquistas y, por un momento, se imaginó a Clarita en sus brazos, entregada a sus caricias. Desesperado volvió a su finca y se dedicó a “jugar al balón” con las macetas de geranios.
 De pronto se detuvo; una idea se había abierto paso en la negrura de su mente, un razonamiento tan simple que no comprendía cómo no lo había pensado primero: “Era indudable que Raúl estaba allí con una mujer, pero no podía ser  Clarita, pues eran las siete y diez de la tarde y la florista cerraba la tienda a las siete y media.”
Para estar más seguro decidió llamar por el móvil a la floristería.
-Diga –oyó que decía Clarita.
-Hola, soy yo, Francisco.
-Lo sé, conozco tú número.
Francisco se apresuró a inventar una excusa.
-Te llamo desde La Goleta porque tengo un pequeño problema; verás, tenía que llevarte un palmito que mide casi dos metros para un cliente tuyo, pero tengo el coche averiado. Pensé que quizá podrías venir tú a buscar la dichosa planta. La quiere para mañana por la mañana.
-Bueno, dentro de quince minutos cierro y voy a buscarla.
-Si puedes cerrar un poco antes te lo agradecería; tengo prisa.
En cuanto cortó la comunicación, Francisco pensó en voz alta:
“Crucemos los dedos para que los dos tortolitos, Raúl y quienquiera que sea ella, no levanten el vuelo antes de que llegue Clarita”.
Clarita llegó a La Goleta a las siete y media; el coche de Francisco le bloqueaba la entrada. Él, subido a un árbol, vigilaba con unos prismáticos la cabaña de Raúl.
-Fran, ¿qué haces encaramado ahí arriba?
-Cuelgo casitas de madera para que los pajarillos hagan sus nidos en ellas.
-¿Puedes apartarme el coche para que pueda entrar?
-No puedo, el motor no arranca. Ya te lo dije.
-Y, ¿dónde doy la vuelta?
-En la entrada de la finca de Raúl, allí está más ancho. Voy contigo, por si lo ves difícil.
Montó en el coche con ella; la observó, Clarita permanecía seria, con la mirada al frente, y Francisco pensó: “La muy zorra, guarda su encantadora sonrisa para él.” Cuando llegaron, miró hacia la cabaña de su amigo y exclamó fingiendo sorpresa:
-¡Vaya, no sabía que estaba aquí Raúl!
-¿Raúl? Que raro; me dijo que trabajaba de tarde –se extrañó Clarita.
-¿Qué estará haciendo en la cabaña a estas horas? –se preguntó Francisco, en un tono marcadamente irónico, cuando volvían a La Goleta.
Clarita le lanzó una mirada suspicaz.
-Y ahora, ¿dónde aparco el coche? –inquirió.
-No hay donde; tienes que dejarlo en medio del camino. Sólo serán cinco minutos.
Francisco se apeó y se encaminó despacio hacia los invernaderos, murmurando: “Vamos, Raúl, es hora de volver a casa; no nos hagas esperar demasiado”
Cinco minutos después, Clarita empezaba a impacientarse:
-¡Francisco! ¿Qué haces?
-Ya voy, es que se me había olvidado regar las petunias, pero ya termino. Dos minutos, ni uno más ni uno menos. Ya que estás aquí, podía mandarte también unos geranios, pues a lo peor se alarga la avería del coche y no puedo llevártelos cuando los necesites. Bueno, ya terminé. Voy a buscar el palmito, que está en el otro invernadero. ¿Qué me dices de los geranios? ¿Te echo media docena?
-Vale, pero date prisa.
Francisco cargó las plantas en una carretilla, mientras pensaba: “Creo que debería idear un plan B. por si este me falla” Entonces escuchó el ruido de un coche, se asomó y lo vio aparecer. Era Raúl y, como había sospechado, no venía solo.
-¡¡Raúl!! –gritó Clarita, al verle acercarse a toda velocidad, sin intención de parar.
Raúl, no frenó, metió el coche por la cuneta y pasó rozando el coche de Clarita, al que arrancó el espejo de cuajo; al querer salir de la cuneta derrapó, cruzó la pista y chocó suavemente contra un árbol. Clarita, que se había echado las manos a la cabeza, se acercó y se encontró con una jovencita de ojos azules, larga melena rubia y un aro en la nariz, que, asustada, se apeaba apresuradamente del coche. Mientras, Raúl intentaba soltar el cinturón de seguridad. Clarita se arrimó al coche, asomó la cabeza por la ventanilla y exclamó con rabiosa ironía:
-Hola, mi amor. Dime: ¿no te obedecen los frenos o es que estás ciego y sordo?
Raúl intentó sonreír, pero el semblante de Clarita no invitaba a la sonrisa; aquellos ojazos verdes que siempre sonreían al mirarle, en aquel instante arrojaban chispas como dos tizones encendidos.
-No sé que me pasó. Perdona, pero ahora no puedo explicártelo; tengo un poco de prisa, tengo que llevar a esta chica a casa.
-¿Esta chica? ¿Y se puede saber que hace por aquí contigo? –Sin esperar respuesta, Clarita miró por encima del hombro a la rubia, que les miraba a ambos con expresión alucinada, y le preguntó-: ¿Tú quién eres?
-Me llamo Noemí y soy su novia.
-¿Su novia? –Clarita volvió su atención a Raúl- ¿Eso le hiciste creer para llevártela al catre?
-Clarita, creo que eso podríamos...
Raúl tartamudeaba. Noemí no le dejó terminar, empujó a Clarita y ocupó su lugar en el hueco de la puerta entreabierta.
-¡Raúl!, –chilló- ¡¿quién es esta tía que te dice, mi amor?!
-Vamos, Raúl, dile quien soy yo, cuéntale a esta mocosa lo que me decías ayer por la tarde, las promesas que me hiciste.
-¿Estás liado con ella también? ¡Contesta! –inquirió Noemí.
-No exactamente.
-¿Qué quiere decir, no exactamente?
-Sí, ¿qué quieres decir?, –repitió Clarita, empujando a Noemí y ocupando su sitio-. Debería darte vergüenza engañar así a una niña.
-¿Qué dices, tía? pero ¿tú de qué vas? –replicó Noemí.
-¿Qué edad tienes, Noemí?
-¿A ti qué coño te importa?
-Podría hacer un chiste con tu respuesta, pero creo que no lo entenderías.
-¡Que te follen!
-Ya veo que estáis hechos el uno para el otro. Raúl, mira a ver si puedes apartarte de mi camino que no tengo tiempo ni ganas de oír rebuznar a tu amiguita.
-¿Oír qué? –rugió Noemí
Clarita no contestó.
Noemí montó de nuevo en el coche de Raúl, que aún no había sufrido daños importantes pero que, del portazo que ella le dio a punto estuvo de salirse la puerta del quicio. Clarita permaneció inmóvil viéndoles marchar, luego, abrió la puerta trasera de su furgoneta, cogió el palmito, lo alzó por encima de su cabeza y miró fijamente a Francisco.
-¡No, no! –gritó él al adivinar su intención de tirarlo.
-Mete tu palmito donde te quepa –dijo ella, y lo dejó caer, haciendo añicos la maceta. A continuación se puso al volante y arrancó violentamente, dejando la huella de los neumáticos en el asfalto.
-No quiere volver a verme –murmuró Francisco-. La he perdido; los dos la hemos perdido.
Montó en su coche y se dirigió al bar, a emborracharse. En el bar lo encontré y juntos bebimos hasta el amanecer.
                                     ***
Han pasado dos años desde los sucesos de aquella tarde.
 El verano pasado, volví al pueblo de visita y en la calle me encontré a Francisco; él me conoció; iba acompañado de una mujer joven que empujaba un carrito con un bebé de pocos meses.
-Esta es Clarita, mi esposa –me dijo y añadió señalando al bebé-, y éste es nuestro hijo.
-Así que os habéis casado –dije yo.
-Pues sí; ya va hacer un año.
-Enhorabuena, aunque sea con retraso. El niño es muy guapo.
-Se parece a su madre –dijo él, sonriendo.


lunes, 7 de mayo de 2012

Canta el gallo y se envanece,
pues se lo monta muy bien;
trece damas ya en su harén
¡y ole sus huevos, las trece!

jueves, 3 de mayo de 2012

Desde mi ventana lo veo pasar,
su murmullo incesante me acompaña,
nació muy arriba, en la montaña,
mas se siente atraído por el mar.




¡Que verdes se ven en mayo,
los chopos en la ribera!
Me recuerdan tus ojos verdes,
¡ay, cómo me los recuerdan!