domingo, 5 de mayo de 2013

Lázaro




Yo, Lázaro, vivía con mi madre. Ella estaba soltera y yo tenía diecisiete años y un deseo irrefrenable de aventuras; quería escapar de mi mísero destino, evadirme, desaparecer, acabar para siempre con mi asquerosa vida de mozo de almacén y dejar de pasarme las noches en vela esperando a mi madre hasta la madrugada.

Una noche metí en casa a un joven mendigo que estaba en la calle temblando de frío. Estaba intentando calentarle un vaso de leche cuando empezó a gemir y a retorcerse de dolor. Me volví con el vaso en la mano para dárselo pero el mendigo emitió un gruñido, cayó de espalda y se quedó con los ojos muy abiertos y fijos en el techo. Al ver que no se movía supuse que había muerto y en ese mismo instante concebí la idea  que habría de cambiar para siempre mi vida: Vestí al mendigo con mis ropas, mis zapatos y mi reloj de bolsillo y yo me puse sus harapos, amontoné sobre él algunos cartones y revistas y le apliqué una cerilla. Una hora después contemplaba, desde la esquina de la calle, la humareda que salía por la ventana de la cocina de mi casa. Corrí a esconderme mientras los vecinos acudían con calderos de agua en un vano intento de apagar el fuego.

Al día siguiente, asistí a mi propio entierro escondido detrás de la tapia del huerto del señor cura.

Desde aquel día hasta hoy han transcurrido cuatro décadas. Me cambié el nombre por el de Renato y me he dedicado a recorrer España pidiendo limosna, cometiendo pequeños hurtos, durmiendo entre cartones, viajando en los trenes sin billete y de vez en cuando trabajando en los más diversos oficios: Recolecté naranjas en Valencia, aceitunas en Jaén, fresas en Almería y patatas en La Rioja; compré chatarra, trabajé de pastor, de peón de albañil, e incluso llegué a enrolarme en un circo. Y aún tuve tiempo para casarme con una yonqui a la que ayudé a morir de una sobredosis. No tengo ningún documento que acredite mi existencia, porque para todos los que me conocían estoy muerto: Todos ‘saben’ que fui pasto de las llamas que arrasaron mi casa y las dos viviendas adyacentes el fatídico mes de marzo de 1941.

La yonqui se llamaba Violeta y era como una flor de invernadero. Cuando murió lloré de impotencia por no haber podido sacarla de su particular infierno. Aquel día, cuarenta años después de la supuesta muerte de Lázaro, Renato murió con Violeta y, entre la tristeza y la desolación, Lázaro resucitó.

Ahora vuelvo a mi pueblo confiando en que nadie me reconocerá.

Todo está muy cambiado: Han asfaltado las calles, han instalado semáforos y han pintado pasos de cebra. En el lugar donde se alzaba mi casa y las otras dos que se quemaron han construido un bloque de viviendas y el bar donde antiguamente trabajaba mi madre es ahora una tienda de ropa infantil. Me asomo a la puerta. Dentro hay dos mujeres; una está detrás del mostrador, debe de ser la dependienta, la otra es una anciana de unos ochenta años, más o menos. Me quedo mirándola cada vez más convencido de que aquella anciana es mi madre. Ella también me mira fijamente, parece asombrada. La dependienta me aborda:

-Buenas tardes, señor. ¿Qué desea?

Yo guardo silencio. La anciana y yo seguimos mirándonos. Ella parece muy nerviosa y yo pronuncio, sin darme cuenta, una palabra entre dientes, apenas un susurro:

-Mamá.

Ella abre desmesuradamente los ojos, grita, ¡Lázaro!, y se desvanece. Y yo, acudo a sostenerla para que no se caiga de la silla.
Ella, al volver en sí me abraza y me dice:

-Nunca llegué a creer que aquellos restos chamuscados fueran tuyos. Lo único que me hacía dudar era que el quemado tuviera tu reloj.

Una hora después corría por el pueblo la noticia de que Lázaro había vuelto.

-¿Pero no había muerto quemado?

-Sí, pero ha resucitado de sus cenizas.