Aquí os dejo la tercera entrega de una historia que aún no tiene título. Las dos anteriores fueron:
La chica de la curva y
El cura nuevo
III
¡No
dejes que te atrapen!
El
día de los Santos inocentes, a media mañana,
Abel cogió su bicicleta con intención de acercarse hasta la Bárcena,
la pequeña aldea donde vivía Noelia. Al
salir a la calle se encontró con Adelardo, el hijo de Paquita, que venía haciendo
acrobacias en la suya, y ambos se lanzaron carretera abajo sin prestar mucha
atención a los nubarrones, cada vez más oscuros, que se cernían sobre sus
cabezas. Entre los dos empezaba a surgir una sincera amistad.
A
la Eufrasia, las magulladuras y moratones que sufrió el día anterior a causa de
su encuentro con Paquita, no le impidieron levantarse de la cama aquella
mañana, dispuesta a presentarse en el Cuartel de la guardia civil, que estaba
en la capital del municipio, a siete kilómetros del pueblo, para denunciar la
agresión. Tomó un lingotazo de aguardiente para animarse, cerró la puerta con
llave y se puso en camino. Hacía frío; enseguida
se arrepintió de no haberse puesto ropa de más abrigo. Cuando había recorrido dos kilómetros empezó a
llover; un viento helado le revolvió el paraguas y el chaparrón más fuerte le
cayó encima de lleno. Empapada de pies a cabeza y casi congelada, comprendió
que la mejor opción que le quedaba era dar la vuelta y regresar a su casa.
Al
pasar por delante del molino que había junto a la carretera, se quedó mirando las
dos bicicletas que estaban apoyadas contra la puerta. Sabía que una era del
hijo de Paquita. “Ahí la tienes, a menos de cinco metros; ¿qué mejor venganza?,
–le susurró el diablo al oído-. Acércate a ella, cógela por el sillín y lánzala
al fondo del río.” Eufrasia dio dos pasos en dirección a las bicicletas, pero
apenas metió un pie en la cuneta, las zarzas le arañaron una pierna, se le
engancharon en el vestido y amenazaron desnudarla si daba un paso más.
-¡Mierda!
–exclamó enfurecida, retrocediendo. Echó una mirada de odio a las bicicletas y decidió
que era mejor olvidarse de ellas y volver a casa, a quitarse aquella ropa
mojada antes de exponerse a pillar una pulmonía.
Abel y Adelardo la vieron pasar desde dentro
del molino, donde se habían refugiado de la lluvia.
-¿Pero
ésa bruja no estaba medio muerta a causa de la paliza que le dio tu madre?
–exclamó Abel señalándola con el brazo
extendido
Adelardo
se asomó apenas un instante y enseguida se volvió de espalda y empezó a
restregarse los ojos con la manga de la chaqueta, llorando.
-Perdona,
no pensé que te iba a parecer mal–se excusó Abel.
Adelardo
tenía los mismos años que Abel y muchas veces había sido víctima de las pullas
de sus compañeros de clase.
-Primero
sólo se metían conmigo diciendo que mis padres vivían en pecado, porque no
estaban casados –le confesó a Abel-, pero
un día, hace ya ocho años, un vecino denunció a mi padre, acusándole de comunista y de ayudar a los fugados.
-¿Quién
son los fugados?
-Los
Maquis; hombres que lucharon contra
Franco y, al acabar la guerra, se echaron al monte para evitar que les metiera
en la cárcel. La guardia civil llegó a mi casa de madrugada; mi padre estaba en
la cuadra, les vio y huyó hacia las montañas. No volví a verle.
-Hay
que ser muy mala persona para denunciar a un vecino.
-Si
te cuento un secreto, ¿me prometes no decírselo a nadie?
-Te
lo prometo.
-Júralo.
Abel
formó una cruz con los dedos índices de las dos manos, la besó y dijo:
-Lo
juro.
Adelardo
bajó la voz, a pesar de que nadie podía oírles:
-Mi
madre, sabe dónde está. Se encuentra a veces con él en el monte, en algún sitio
secreto.
-¿Nunca
te llevó con ella?
-No.
Dice que eso es muy peligroso.
Durante
un rato permanecieron callados y de pronto Abel dijo:
-Yo
también tengo un secreto… bueno, yo no,
mi padre. –Adelardo le miró vivamente y Abel continuó-: Mi padre escucha
la radio por la noche; una emisora comunista que le llaman La Pirenaica. Está
prohibido escucharla.
-¡Anda!
Pues que tenga cuidado, que cómo se entere la guardia civil, lo llevan al
Cuartel y lo muelen a hostias.
-Ya
lo sé, pero pone la radio muy baja y con la luz apagada.
Adelardo
se asomó al ventano y dijo:
-Ya
paró de llover; ¿nos vamos?
-Sí,
vámonos –aceptó Abel.
Salieron
afuera entre las zarzas y se abrieron camino con un palo.
-Pepín
dice que han inventado una cosa que es mejor que la radio –dijo Adelardo, sin
parar de darle palos a las zarzas.
-¿Qué
cosa? –inquirió Abel.
-La
televisión.
-Algo
he oído, pero todavía no he visto ninguna.
-Pepín
dice que es un poco mayor que la radio y que por delante tiene una pantalla
donde se ven las imágenes.
-¿Qué
imágenes?
-Cantantes
y gente que habla o hacen cosas.
-¿Cómo
el cine?
-Sí,
pero en pequeñito.
-Pues
vaya invento de mierda.
-Sí.
Al
llegar al pueblo, antes de despedirse, Adelardo preguntó:
-¿Vas
a salir por la tarde?
-Depende.
Si mi padre no ha cambiado de idea… Me habló de llevarme con él a ver una
cabaña de mi abuelo.
-¿Te
gusta ver cabañas?
-No
lo sé. De todos modos, mi padre no me preguntó si me gustan o no.
-¿No
te preguntó?
-No;
mi padre no suele preguntarme si me apetece hacer algo. Dice: “vamos a hacer
esto” y si no me gusta, me aguanto.
-Peor
es no tener padre. Bueno, me voy que debe de ser tardísimo. A ver si nos vemos
mañana.
-Hasta
mañana, Adelardo.
A
las tres de la tarde, Abel, su padre y su abuelo salieron del pueblo, hacia la
finca que éste tenía en el monte. El objetivo de aquella excursión era quitar una o dos goteras del tejado de la
cabaña. Ésta era una pequeña construcción de gruesas paredes de mampostería, (piedras y
arcilla) que constaba de dos piezas adosadas: la cuadra y un habitáculo más
pequeño dónde se guardaban los aperos.
Abel
dejó su mochila sobre un banco de madera que había a la entrada, mientras su
padre, con las manos en los bolsillos de la zamarra, contemplaba el vuelo de
una bandada de cuervos en torno al pico de la montaña. El abuelo se dirigió a
la cuadra, empujó la pesada puerta de madera de castaño, volvió a cerrarla de
golpe y llamó:
-¡Antonio!
¡Abel! Acercaros. Hay algo aquí dentro.
Se
acercaron, el abuelo abrió un poco y miraron por la rendija. Lo “que había
dentro” corrió hacia la puerta. El abuelo cerró.
-Un
corzo –dijo.
-¿Cómo
entró? –preguntó Abel.
-Seguro
que encontró la puerta abierta y mientras estaba dentro se le cerró –le explicó
el abuelo.
Armados
con una pala y una horca, Antonio y el abuelo, empujaron muy despacio la puerta
de la cuadra, sólo lo justo para poder pasar por el hueco. Abel se preguntaba
por qué no abrían y le dejaban marchar; tenía entendido que los corzos no eran
agresivos ni dañinos. Su padre le agarró por un brazo y le arrastró al
interior, mientras el corzo intentaba de nuevo, infructuosamente, aprovechar
aquella rendija para escapar.
-Sujeta
la puerta –le dijo Antonio a su hijo
-Es
una corza joven –dijo el abuelo, mientras él y su yerno intentaban acorralarla.
La
corza retrocedió hasta una esquina. Temblaba y Abel contemplaba la escena con
los ojos desorbitados. El abuelo intentó pincharla con la horca, mientras Antonio
le lanzaba un golpe a la cabeza con la pala. Entonces sucedieron dos hechos de forma simultánea y vertiginosa:
De un salto, la corza escapó al cerco derribando en su huida al padre de Abel y el chico dio un tirón de la puerta,
abriéndola apenas cuarenta centímetros, lo suficiente para que el animal se
colara por el hueco como una exhalación.
Apenas
dos segundos tardó la corza en desaparecer entre la maleza del monte, pero, en
lo que duró ese instante, su sombra fugaz se convirtió, para los ojos de Abel,
en la sombra de un hombre con una vieja escopeta y un letrero en la espalda: “Soy
el padre de Adelardo” Y Abel murmuró:
-¡No
dejes que te atrapen!
-¡¡Qué
haces!! ¡Eres tonto! –gritó, demasiado tarde, el abuelo. Luego, al ver el
semblante abatido de su nieto, suavizó el tono-: ¿Por qué abriste la puerta?
-No
lo sé; fue sin querer –contestó Abel.
-No
mientas –refunfuñó su padre.
-Bueno,
es que… de repente me entró miedo.
-¡Me
entró miedo! –repitió Antonio burlándose-. ¡Imbécil!
Una
hora más tarde, mientras regresaban al pueblo, el abuelo posó una mano en el
hombro de su nieto y le dijo en voz baja:
-Escucha,
jovencito: Los animales del bosque son comida; darles caza para convertirlos en
chuletas no es un crimen, es una de las leyes que rigen la Naturaleza. Esta
corza se libró por ahora, pero tal vez esta misma noche caiga en las garras del
lobo, que no le andará con remilgos a la hora de hincarle el diente. Y, si no
es el lobo, esta noche, puede ser el rifle del cazador mañana. ¿Lo entiendes?
-Sí,
claro, es que… no sé qué me pasó –murmuró Abel, mirándose la punta de los
zapatos.