viernes, 26 de diciembre de 2014

El cura nuevo

Amigo/a lector/a, si has leído La chica de la curva, a lo mejor quieres saber cómo continúa. Éste es el segundo capítulo. Si no has leído La chica de la curva y quieres leerla, porque no tienes nada mejor que hacer, la encontrarás aquí, más abajo.


II
El cura nuevo


Aquel año de mil novecientos cincuenta y seis, por Navidad, Irene y Antonio, los padres de Abel, decidieron celebrar las fiestas, los tres, en la aldea con los abuelos.
-¡Qué asco de vacaciones!, ¡menudo aburrimiento!, –exclamó Abel, mientras preparaba su mochila. Odiaba la vieja cama plegable con el colchón de lana apelmazada, en la que tendría que dormir, para dejar a sus padres la única habitación libre que había en aquella casa.
Por otra parte, la única expectativa de diversión con la que contaba entre aquellas montañas, era  la fiesta de Noche vieja, que se celebraría en el local de la escuela del pueblo, con música de tocadiscos y panderetas.
 “¡Ojalá pueda ver algún día a Noelia, por lo menos!” –pensó. 
Cuando se apearon de la furgoneta que les llevó a la aldea y se presentaron en casa de la abuela,  encontraron a ésta en la cocina, envuelta en una densa nube de humo, intentando encender el fogón. Irene, se paró en la puerta y se tapó la boca con la mano para ahogar una exclamación de repulsa, ante el desorden y la suciedad que invadía cada rincón. Una gallina andaba por debajo de la mesa, picoteando las migas de pan que había por el suelo; la abuela se volvió de pronto y le lanzó un palo;  la gallina, asustada, se subió a la mesa y la recorrió cacareando y volcando a su paso una botella de vino, un bote de harina y un  paquete de lentejas.
-¡Condenada pita!, –exclamó la abuela-. ¡Como la agarre le retuerzo el pescuezo!
La abuela Rosaura abrazó a los recién llegados, dejándole a Antonio una marca de hollín en la camisa, que quiso limpiar frotándola con un pico del mandil pero sólo consiguió  hacerla más grande. El abuelo, con la ayuda de su yerno, devolvió las gallinas al corral y luego ambos se alejaron en dirección al bar. Abel tuvo que ponerse una funda del abuelo para ayudar a su madre a hacer limpieza en la cocina.

La Nochebuena pasó sin pena ni gloria y el día de Navidad,  por la mañana, Abel se lavó por partes en un barreño y se puso su ropa nueva para asistir a misa. No era su fe en Dios quién le empujaba a la iglesia sino la posibilidad de encontrarse con Noelia y tal vez poder saludarla. ¡Noelia! ¡Se le aceleraba el corazón sólo con nombrarla!
La había visto una vez desde el accidente de la bicicleta. Le había pedido que fuera su novia y ella le dijo que no, aunque endulzó, eso sí, su negativa con una encantadora sonrisa y dejándole entrever que no debía perder la esperanza, que quizá más adelante aceptaría, cuando su diferencia de edad no se notara tanto; en aquel momento ella tenía catorce años y él trece. Enseguida, con esa facilidad que tienen algunas mujeres para cambiar de tema, empezó a hablarle del cura nuevo; le dijo que  hacía una semana que había llegado, acompañado de una hermana; que el alcalde les había conseguido una casa en alquiler y que..., bueno, que muchas vecinas de la parroquia habían acudido a darles la bienvenida. Una les llevaba una docena de huevos, otra un queso hecho en casa, otra un pollo o una ristra de chorizos... cada una según sus posibilidades, pero que, a excepción de su madre, no sabía de ninguna que se hubiera presentado con las manos vacías. Le dijo también que la hermana del cura era una jovencita alegre y cantarina, que cantaba a voz en grito, lo mismo en su casa con las ventanas abiertas que en el coro de la iglesia.
Desde aquel encuentro, Abel no sabía que pensar de los sentimientos de su amiga hacia él.

El cura nuevo era un tipo bastante alto y fuerte, de aspecto y ademanes más bien toscos. Más que cura parecía un sargento con sotana.
  Aquel día, todo el mundo asistió a misa con su mejor vestimenta y el ánimo expectante para oír cantar a la hermana del cura. Lo primero que hizo Abel al entrar en la iglesia fue buscar a Noelia con la mirada. Allí estaba, en la segunda fila, muy atenta a la ceremonia. Lástima que sólo le veía la nuca, con su pelo rizado insinuándose bajo el velo negro que le cubría la cabeza y los hombros.
A Toño, un amigo de Abel, le llamó la atención algo que el cura había dejado en un banco lateral que había junto al altar. Eran tres cosas: una maleta y dos cajas negras algo más pequeñas, unidas por cables a la maleta.
Llegó el momento del sermón. Si un meteorito hubiera derribado aquel domingo el campanario, no  hubiera armado tanto revuelo como el que armó el cura con aquel extraño aparato, nunca visto en el pueblo: Algunos feligreses se miraron sorprendidos al ver que el cura nuevo en lugar de acceder al púlpito, se disponía a hablarles desde abajo y lo hacía en un estilo coloquial y campechano. Empezó dándoles las gracias a todos por la amable acogida que le habían dispensado; dijo que también agradecía, en particular, a cierta vecina piadosa, su esfuerzo por informarle de todo aquello que ella pensaba que el señor cura debía de saber. Y como de bien nacidos es ser agradecidos, él quería hacer públicas las palabras de la devota  parroquiana, para que sirvieran de ejemplo al resto de la congregación. Al llegar a este punto, se agachó de espaldas a los fieles y empezó a manipular la maleta y las dos cajas negras. Los feligreses volvieron a mirarse sorprendidos y los amigos de Abel  iniciaron un debate sobre la naturaleza del extraño artefacto:
-¿Qué coño es eso? –preguntó Tomás.
--Es un tocadiscos, ¿no lo ves? –dijo Toño.
-¿Qué dices?,  –replicó Pepín, que era el hijo del maestro y tenía muchos libros en su casa-. No tienes ni puta idea. Eso es una grabadora.
-¿Una quéee?
 De pronto, aquellas cajas negras, que según Pepín eran altavoces, vibraron y a través de ellas, después de una serie de ruidos extraños, se oyeron las voces del cura nuevo y de la devota parroquiana, conocida por todos los vecinos como la Eufrasia, alcanzando todos los rincones de la iglesia.
-¡Ya se lo qué es eso! –exclamó Toño casi gritando-. ¡Es un aparato reproductor!
-Pues... sí, más o menos –concedió Pepín.
-Callaros –dijo alguien a su lado, y todos se dispusieron a escuchar:
-Seguro que exagera usted, doña Eufrasia –estaba diciendo el cura, con su voz de cura, algo distorsionada por los altavoces.
-¿Que exagero? ya, ya, si yo le contara... pero mejor me callo; ya irá usted viendo de qué pie cojeamos cada uno. Lo que ocurre es que me dolería que usted y su hermana, que es tan simpática y tan guapa, no se encontraran a gusto entre nosotros; bien sabe Dios que no me gusta criticar, pero cuando vi salir de esta casa a (...), -Aquí la cinta dio un pitido cortando el final de la frase, pitido que se repetiría cada vez que la Eufrasia intentaba nombrar a alguien.
-Por ahora la puerta de esta casa está abierta a todo el mundo, doña Eufrasia.
-Ay, no me llame doña, por Dios. Mire, padre, no hace falta que me lo diga: usted no va a dar de lado a ninguna feligresa, ya lo sé, pero entre usted y yo, no se fíe de la (...); es un bicho, créame, es más mala que un dolor de muelas; ella y la hermana, que… bueno, la hermana siempre va corriendo a coger la primera el cepillo en la misa, el cestillo de las limosnas, ya me entiende.
-Sí, sí, la entiendo. ¿Y qué hay de malo en ello?
-Pues que le gusta meter la mano y sacar un puñado pa la faltriquera, según dicen.
-¿Usted la ha visto hacer eso?
-Yo no pero…
-No se puede acusar a nadie sin pruebas.
-Usted no las conoce; lógico, puesto que acaba de llegar. Ya se irá enterando, ya.
-¿De qué, doña Eufrasia?, ¿de qué tengo que enterarme?  
-Mire, pa empezar, basta con decir que las dos andan peleadas por el hijo del herrero; que conste que se lo cuento porque no es ningún secreto, todo el pueblo lo sabe, que la (...) podía respetar un poco más a su marido, que es una vergüenza, que el pobre hombre es un bendito.  Y no le digo más.
-¿Aún hay más?
-¡Qué si hay más, dice! Sin ir más lejos, ahí enfrente tiene usted a la (…); menuda es ésa también; que tiene un hijo y ni ella misma sabe de quién es.
-A lo mejor es que no quiere decirlo.
-Será como usted dice, pero yo creo que el niño tiene dos o tres padres, que Dios me perdone si me equivoco.
-Por Dios, Eufrasia no siga usted, déjelo ya.
-No, si por mí bien dejadas están. Ya las irá usted conociendo, ya, que algunas, mucha confesión y mucho comulgar, pero luego… Mejor me callo.
 Mientras Eufrasia rajaba a diestro y siniestro se escuchaban, como música de fondo, las exclamaciones de asombro que se les escapaban a los feligreses.
La precaución del cura de manipular la grabación para que no salieran los nombres,  fue a todas luces inútil, pues todos sabían que la madre soltera se llamaba Paquita, que la novia del hijo del herrero era Enriqueta y que ésta era la única hermana de Pura, la madre de Noelia. Y de esto se deducía claramente que la madre de Noelia, según la Eufrasia, engañaba al ‘bendito’ de su marido y a su propia hermana.
Toño, conocedor de los sentimientos de Abel hacia Noelia, se quedó mirándole con una sonrisa perversa. Abel sintió deseos de darle un puñetazo.
De pronto vieron a la Eufrasia en el pasillo lateral de la izquierda, abriéndose paso a empujones para alcanzar la salida, mientras, en la bancada de la derecha se organizaba un pequeño revuelo: un grupo de cuatro mujeres habían salido al pasillo central y se apresuraban en persecución de la fugitiva. Eran: Pura, Enriqueta, Noelia y una amiga de ésta.
-Se va armar una gorda –dijo Pepín-. Esto hay que verlo; salgamos.
Cuando salieron afuera, las cuatro mujeres estaban agrupadas; a Noelia le había dado un mareo y las otras le estaban dando aire, abanicándola con el sombrero de un señor que se había acercado a fisgonear.
“Joder, Noelia, esos desmayos me dan muy mala espina; deberías ir al médico” –pensó Abel para sí mismo, algo acongojado, al verla recostada contra el tronco del tejo milenario. Pero su amiga se incorporó enseguida y las cuatro mujeres se pusieron a mirar, furiosas, a su alrededor.
La Eufrasia había desaparecido.
Así pues, se marró el espectáculo que los chavales esperaban presenciar, pero dos días después, una noticia corrió como la pólvora de boca en boca: La Eufrasia estaba en la cama con el cuerpo lleno de moratones y quien sabe si algo roto, a causa de la paliza que la Paquita le había dado. ¿Cómo lo hizo?  Con la ayuda del padre de Noelia, ‘el bendito,’ que sujetaba a la Eufrasia, con la disculpa de que intentaba separarlas, permitiendo que la Paquita le zurrara a placer.




domingo, 14 de diciembre de 2014

La chica de la curva

Hola: Éste, amigo/a lector/a, no es el relato que prometí traer aquí. Ese lo pondré en unos días. Mientras tanto, os invitó a leer esto. ¿Qué es esto? Esto es el comienzo de una historia eroticoromanticahumorística que constará de cuatro o cinco capítulos, que aparecerán en este blog según vayan saliendo del horno. Buen provecho.


La chica de la curva. Año 1956
Abel tenía entonces trece años y una vieja bicicleta que era su medio de transporte. En ella, se desplazaba por toda la Cuenca minera y, en verano, casi todos los  sábados visitaba a sus abuelos maternos, que vivían a veinte kilómetros en una aldea en plena montaña.  Abel empujaba los pedales con brío por una carretera  estrecha, sinuosa, sembrada de baches y bastante cuesta arriba, pero él sabía que el esfuerzo de la subida tenía su compensación en el momento de regresar, cuando la abuela, después de darle un beso, le metía un billete de veinticinco pesetas en el bolsillo.
A veces el abuelo le despedía levantando una mano desde la puerta de la cuadra. Le veía montar en la bicicleta y lanzarse cuesta abajo a toda velocidad y rezongaba: “Verás que hostia se va a dar cualquier día.” Pero Abel se sentía tan seguro encima de su bici, que era capaz de dar veinte vueltas a la plazoleta del pueblo sin tocar el manillar.
El último sábado del mes de julio, sin embargo, el vaticinio del abuelo se cumplió. Era la hora de la siesta, Abel bajaba temprano porque le esperaban sus amigos para jugar al fútbol. Los termómetros marcaban veintisiete grados a la sombra y el aire, que le azotaba el pecho y la cara, le traía olores del bosque y de la hierba recién segada, provocándole una intensa sensación de placer. Conocía de memoria cada curva y además sabía que era muy raro encontrarse con un coche por aquellos parajes alejados de la civilización. Así que se fue confiando y aflojando el freno.
Lo que no pudo prever fue que con la lluvia, que había caído unas horas antes a modo de chaparrón, el agua había cruzado la carretera a la entrada de una curva y había   dejado un rastro de arena y piedras.
Al alcanzarlo, la bicicleta derrapó y, tras hacer unas cuantas eses, tuvo la mala suerte de toparse con una chica que venía por la orilla con una bolsa de plástico llena  de ciruelas. La encontró en medio de la curva, cuando toda su atención se concentraba en el intento de no perder el equilibrio y por querer esquivarla, fue a aterrizar en el fango de la cuneta.
Ella empezó a dar ayes.
-¡Ay madre! ¡Ay, ay, ay! –Echó las manos a la cabeza y, dejando la bolsa en el suelo, acudió en su auxilio--. ¿Te has roto algo? –preguntó con cara de susto.
Abel se limitó a gruñir, concentrado en contemplar el desastre y en sacudir con rabia el barro que chorreaba de sus bermudas. Cuando, por fin, la miró, le pareció bastante guapa, circunstancia que le indujo a reprimir un poco su enfado.  
Era, probablemente un año mayor que él, morena, de pelo largo y unos ojos negros que en aquel momento, mientras le tendía la mano para ayudarle a salir de la cuneta, le parecieron inmensos. Supo que se había puesto colorado como un tomate, así que apartó la mirada y la fijó de nuevo en la bici.
-¡Te has hecho daño! –dijo ella señalándole una herida que tenía en una rodilla.
-¡Mierda! –exclamó él al ver la sangre.
-Oye, conmigo no te enfades que yo no tuve la culpa.
-Claro que la tuviste. Si subieras por aquel lado –señaló Abel la otra orilla de la carretera-, no nos habríamos tropezado.
-Ya venías tambaleándote. Además, yo estoy en el lado correcto, ¿no sabes que en carretera los peatones circulan por la izquierda?
-Esa norma aquí no vale.
-¿Por qué no vale?
-Porque no tía, porque esta es una carretera muy estrecha, con curvas muy cerradas y si viene un coche, antes de que pueda verte ya te llevó por delante. Aquí lo que hay que ir siempre es por donde te vean bien y pasar del puto rollo de la izquierda y la derecha.
-Tu rodilla sangra bastante. Hay que lavar esa herida y ponerle una tirita o algo.
-Déjala, ya parará de sangrar.
-¿Cómo que déjala? ¿Quieres desangrarte? Mi casa está cerca. Ven conmigo y te pongo una venda.
-Gracias, pero tengo un poco de prisa. Me esperan para un partido de fútbol.
-¿Has visto como está esa rueda?
Se habían roto dos radios de la rueda delantera y ésta rozaba en la horquilla. Tirando de ella, Abel logró centrarla.
-Ya está –dijo. Montó en la bicicleta y apenas recorrió dos metros la rueda se atravesó de nuevo. Desmontó y miró a la chica con el ceño fruncido. Ella sonreía.
-¿De qué te ríes? –le reprochó.
-No me estoy riendo; pero, tampoco pretendas que me ponga a llorar; el que tiene un problema eres tú.
-Es sólo una tuerca que se aflojó.
-Si vienes conmigo le pedimos a mi padre una llave y de paso te pongo una tirita en la rodilla, ¿vale?
Abel se forzó a mirarla de nuevo. Ella se había puesto seria y le miraba esperando pacientemente a que se decidiera. Él enderezó de nuevo la rueda y preguntó:
-¿Cuánto hay de aquí a tu casa?
-Menos de un kilómetro. ¿Vienes, o no?
-Sí, claro. Iré a ver si tu padre tiene con qué apretar esa tuerca.
Echaron a andar, carretera arriba. Ella metió la mano en la bolsa, sacó dos ciruelas y se las ofreció a Abel.
-¿Quieres?
Él cogió una.
-Me llamo Noelia, ¿Y tú?
- Abel.
-A lo mejor conozco a tu madre, ¿cómo se llama?
-Irene.
-¿Irene? Entonces tú... ¿eres el nieto de Rosaura?
-Sí, ¿la conoces?
-Mi madre le hizo vestidos a tu abuela, es modista.
Tomaron un desvío a la izquierda, un camino empinado que discurría casi en su totalidad a la sombra de los castaños. A medida que se acercaban,  Abel empezó a acortar el paso y por dos o tres veces tuvo la tentación de darse la vuelta.
-¿Qué pasa, tienes miedo? –inquirió Noelia.
-¿Miedo, de qué? Es la bici que rueda muy mal.
La casa de Noelia era la primera del pueblo; se alzaba dentro de una finca, rodeada de árboles frutales, en su mayoría manzanos. Entre los árboles había un huerto y delante de la casa un diminuto jardín con rosales, camelias y otras plantas cuyo nombre Abel desconocía.
No había nadie en casa. Después de llamar a gritos a sus padres sin obtener respuesta, Noelia le señaló la puerta del cuarto de baño y le dijo:
-Quítate los pantalones y lávate, ahí dentro.
Abel se encerró en el baño, que olía a perfume femenino, pero al minuto Noelia llamó a la puerta con los nudillos.
-¿Qué quieres?
-Los pantalones.
-¿Para qué?
-¿Para qué? ¿Tendré que limpiártelos un poco, no te parece?
-Ya los limpio yo.
-Déjate de tonterías y dámelos.
Nuestro amigo sacó un brazo por la puerta entreabierta con los bermudas colgando de la mano, mientras, por la rendija, alcanzó a ver una sonrisa burlona bailando en los labios de Noelia.
Dos minutos después:
-¡Abel! ¡Sal, que te cure la herida, tío!
De nuevo asomó Abel el brazo por la rendija de la puerta.
-Dame los pantalones.
-Están mojados. Los estoy secando con el secador del pelo, pero hay que esperar un poco. Ven que te cure la rodilla mientras tanto.
-De eso nada, monada; yo sin los pantalones no salgo. ¿Quieres que lleguen tus padres y me pillen en calzoncillos?
-¿Qué tiene de malo que te pillen en calzoncillos? Les contamos lo que pasó y ya está.
-Que no, que no salgo así.
-Bueno, allá tú. Esperaremos a que se sequen un poco más.
Un minuto:
-¡Abel!
-Sí. ¿Ya están?
- Todavía no. Es que necesito entrar urgentemente.
-Pues dámelos como estén.
-No puedo esperar. Sal un minuto, por favor, que me meo.
Salió, colorado como un tomate, con una mano en la rodilla, intentando contener la hemorragia con un gurullo de papel higiénico. Ella miró de refilón sus calzoncillos, estampados con dibujos de chimpancés. Sonrió. Le cogió con fuerza del brazo y le llevó casi arrastras hasta una silla donde le obligó a sentarse, luego fue a un armario y volvió con vendas y dos frascos, uno de alcohol yodado y otro de agua oxigenada.
-¿Tú no decías que te estabas meando?
-Se me quitaron las ganas.
-Tramposa.
Noelia se arrodilló delante de el para lavarle la herida. Sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo, dijo, aguantando la risa:
-Tus calzoncillos son una monada.
Abel no contestó. Noelia, por su posición, le estaba mostrando el escote y las dos peras en dulce que eran sus pechos atraían su mirada como dos imanes y, para mayor tortura, las manos de seda de Noelia le hacían cosquillas en la rodilla. Su corazón se aceleró, los chimpancés se agitaron y donde había un valle creció un montículo con un mono encaramado en la cumbre; de nada sirvió que Abel intentara fijar la mirada en un maniquí que había cerca de la ventana; el mono seguía haciendo equilibrios en la cima de la colina. Y entonces ocurrió algo terrible: Noelia fijó la venda en la rodilla con esparadrapo, alzó la cabeza y Abel observó perplejo que se había puesto pálida. Abel pensó que no era para ponerse así; su erección fue involuntaria. Ella se incorporó diciendo que iba a  buscarle los bermudas y de pronto se desplomó y cayó muerta, tendida tan larga como era en medio de la estancia. Abel, asustado se acercó, la llamó, la zarandeó un poco, temblando intentó comprobar si respiraba  y  cuando estaba tomándole el pulso, irrumpieron en la sala, cual testigos de su delito, un hombre y una mujer. Abel miró hacia la puerta de la calle y luego a la ventana, calculando qué posibilidades tendría de escapar de allí y concluyó que no tenía ninguna posibilidad: el hombre, bastante fuerte, estaba muy cerca de la puerta y la ventana estaba protegida por una verja.
 La mujer se acercó a Noelia que, afortunadamente, acababa de "resucitar" y la ayudó a incorporarse.
-¿Qué les pasó a tus pantalones? –preguntó el hombre a Abel, en un tono que le pareció muy poco amistoso.
-Es que me caí de la bici –balbuceó éste, mientras intentaba ponerse los bermudas.
-¿Cómo dices?
Abel se debatía entre el pánico y la vergüenza de verse en calzoncillos, en una casa extraña, delante de tres personas a las que no conocía.
-No te asustes, son mis padres –dijo Noelia.
-A ver; estoy esperando que uno de los dos me explique qué pasó aquí.
-Se cayó a la cuneta, por no chocar conmigo, y llenó los pantalones de barro –le explicó Noelia-. Le dije que se los quitara para limpiárselos un poco y de paso curarle la herida que se hizo en la rodilla.
-Yo a ti te conozco. ¿Tú no eres el nieto de Rosaura?, –dijo la madre de Noelia. Abel asintió– Recuerdo haberte visto en casa de tu abuela. No te asustes por lo de Noelia; no fue nada, es sólo que cuando está mala, o si hace mucho calor, le baja la presión arterial y a veces le dan mareos.
-Se le ha estropeado la bici –dijo Noelia-. Papá, échale un vistazo a ver si puedes arreglársela, ¿quieres?


Fin del primer capítulo.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Brañafría. Año 2045

Cuando terminó de leer el papel que tenía encima de la mesa, la Vicepresidenta del Gobierno del Principado de Asturias, esbozó una sonrisa entre incrédula y divertida, levantó la cabeza y miró al hombre que permanecía de pie frente a ella. Tendría cincuenta años y vestía pantalón vaquero  y camisa oscura de manga larga, remangada por encima del codo.
--Se llama usted Pedro Bueyes Carretero y vive en un pueblo del concejo de Caso que se llama Brañafría –dijo la Vicepresidenta, todavía sonriendo.
--Correcto –contestó, muy serio, el hombre.
--Un pueblo que tiene  tres vecinos.
--Tenía tres vecinos; uno murió el año pasado y el otro me vendió sus propiedades y se fue a vivir a la capital.
--¿Y ahora vive usted solo en el pueblo?
--No señora; el pueblo tiene a día de hoy siete habitantes: mi mujer, mi cuñada que está soltera, mis cuatro hijos y yo.
--Ajá y, según dice aquí, quiere usted comunicarle al Presidente la decisión de proclamar la República Independiente de Brañafría. ¿Qué significa eso?
--Está bien claro: queremos constituirnos  en un estado independiente y regirnos por nuestras propias leyes.
--¿Qué leyes?
--Las que nosotros decidamos.
--¿Me está tomando el pelo?
--Nada más lejos de mi ánimo.
--¿No comprende que eso no puede ser?
--Eso decían los de Madrid cuando Asturias pidió la independencia y como Asturias los demás países: Cataluña, Valencia, Andalucía, Euskadi y Galicia, y ahí los tenemos, todos independizados.  Lo único que compartimos con la metrópoli son las Fuerzas Armadas y la moneda.
--¿Preguntó usted a sus hijos si quieren independizarse de Asturias?
--Por supuesto, todos hemos votado y el resultado fue siete síes y ningún no.
--¿Por qué quieren independizarse? ¿No están a gusto con nosotros?
--Pagamos al Estado demasiado para lo que recibimos a cambio. Pagamos incluso servicios que no tenemos, como el agua y la red de saneamiento; menos mal que hay un arroyo que atraviesa la finca, pero nos han prohibido hacer un saltito de agua para generar nuestra propia energía eléctrica, ¡dentro de mis tierras!
--¿Ha pensado usted en el día de mañana, en caso de que lograra la independencia? ¿Qué pasaría con su jubilación y la de sus hijos?
--Peor será si no la logramos; mi jubilación será una miseria, y la de mis hijos más miseria aún, suponiendo que llegaran a cobrarla, quizá mucho después de cumplir los setenta años. Tenemos una Seguridad Social muy insegura, por no decir en quiebra y una Sanidad que tampoco funciona: llevo tres meses esperando para que me hagan un escáner y me han dado cita para dentro de un año. Supongo que esperan a ver si me muero y ya no tienen que hacérmelo. Y qué decir de Obras Públicas: La pista de acceso al pueblo  tenemos que repararla nosotros mismos…
--No voy a discutir con usted si tiene o no tiene razón en lo que denuncia, sólo le diré un par de cosas: La primera es que su proyecto no puede ser más descabellado y la segunda que de ningún modo le permitirán fundar un Estado diminuto en pleno corazón de Asturias.
--Y yo le digo que se lo pondré muy difícil si intentan impedírmelo. ¡Ah, se me olvidaba comentárselo! El viernes pasado, no, el anterior, la vi a usted por allí muy cerquita de Brañafría. Pensé: Mira qué bien, ahora me acerco y le comento el tema. Pero no me atreví porque estaba usted con un joven en actitud así… ¿cómo diría yo?, bastante íntima. Le hice unas fotos. Pensaba traérselas pero se me olvidó.
--¿Qué me ha hecho fotos? Pero… ¿cómo se atreve? –La Vicepresidenta se había quedado lívida.
--No creí que fuera delito, pero no se preocupe, yo no las quiero para nada. Mañana se las traigo y se las dejo donde me diga.
--Escuche, vamos a hacer una cosa: mañana nos vemos aquí, en este mismo despacho, a las tres y media en punto, ¡pero no se le ocurra venir sin las fotos! Esta tarde o mañana por la mañana hablaré con el Presidente. Quizá consigamos llegar a un arreglo: Quizá pueda usted obtener su independencia; aunque de momento no podríamos darle publicidad. Nada de anunciarlo en la Prensa ni en la Tele, ¿comprende?
--¿No podré poner en la entrada del pueblo: República Independiente de  Brañafría?
--República Independiente, no, pero quizá se le permitiría llamarle: Comunidad autónoma.
--No es lo mismo.
--Aparentemente no, pero le aseguro que obtendría casi las mismas competencias de gobierno que con la independencia.
--Ese “casi” es el que no me inspira ninguna confianza, ya ves tú.
--Bueno, significa que probablemente Hacienda, les obligará a seguir pagando determinados impuestos, pero el Estado se los devolverá en concepto, por ejemplo, de Fondos para el desarrollo rural u otro concepto similar, que la Administración habilitará para su caso.
--Habrá que ver el documento.
--Mañana lo tendremos ultimado. Usted, esté aquí a las tres y media, ¡con las fotos!, ¿de acuerdo?

--De acuerdo.


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¡Hola! Es probable que Facebook te haya "traído" hasta este blog indescriptible, abandonado de su dueño desde hace algunos meses y que hoy pretende iniciar una nueva etapa. Si has leído el relato que precede a estas lineas y te ha gustado, te invito a una segunda visita dentro de quince días, para ofrecerte otra historia igual de esperpéntica pero totalmente diferente.
Gracias por tu visita.

lunes, 7 de julio de 2014

Locos

Tenían razón, él y ella, los dos tenían razón: aquello era una casas de locos y había que escapar de allí pero, ¿cómo?
-Yo me haré invisible, me quedaré cerca de la puerta y en cuanto alguien abra me largo –dijo ella-, pero, ¿y tú, qué harás?
-Yo me haré invisible –dijo él-, y pasaré a través de la puerta.

miércoles, 30 de abril de 2014

Sicarios

-Esta vez, se ha ido para siempre.
-¿A dónde le mandaste?
-A hacerle compañía a Bob Esponja.
-¿Y qué le impedirá regresar?
-Una hermosa piedra que lleva bien amarrada al cuello.

-Eso me tranquiliza.

lunes, 14 de abril de 2014

El golpe

-No os preocupéis por mí; no estoy en el Congreso. Afortunadamente, salí a una urgencia diez minutos antes de que llegara Tejero. Enseguida estoy en casa; prepara las maletas que esta misma tarde nos vamos de vacaciones a Portugal.
-¿Quien era mamá?
-Tu padre, que intenta huir del golpe.

Media hora después suena de nuevo el teléfono:

-¿La señora de Rodríguez? La llamamos desde el Hospital. Su marido acaba de ingresar con una fuerte contusión en la frente, tras golpearse contra una farola, cuando salía corriendo de una cabina de teléfonos.

domingo, 30 de marzo de 2014

Eclipse solar

Micro relato presentado al concurso de bubok y levemente corregido, cuya frase de comienzo obligada era: "No tuvieron ninguna duda."


No tuvieron ninguna duda: “Fue el insólito encuentro de la luna con el sol, la víspera del parto, el causante de que, siendo sus padres tan rubios, el niño naciera del color del chocolate;" así lo afirmó la partera y ellos asintieron convencidos. Ajena al tema que preocupaba a su parientes, la madre miró a su hijo esbozando la más feliz de las sonrisas.

lunes, 17 de marzo de 2014

Una opción radical

Aulló como un lobo solitario y la montaña le devolvió el eco de su aullido, después volvió a la cueva y se sentó junto al fuego, al lado de su esposa.
 -¿Cómo te atreviste a hacerlo? Era nuestra casa  –le recriminó ella, mientras una lágrima descendía despacio por su mejilla.
  -Por eso mismo, porque iban a quitárnosla y no podía permitir que nadie pisoteara un lugar donde fuimos tan felices. Un bidón de gasolina y una cerilla fue todo cuanto necesité; luego, la  explosión de la bombona del butano puso a mi obra el broche final.  

lunes, 3 de marzo de 2014

El desliz

Participé con este micro en LXXXII concurso de Bubok (La frase del comienzo es obligatoria para todos)

La chica lloraba silenciosamente; frente a ella un tipo manoteaba y gritaba enfurecido:
-¡Insensata! ¡Traidora! ¡Me has defraudado y ya no podré volver a confiar en ti!

Ella lloraba, sabiendo que su llanto silencioso acabaría por ablandarle y lograría que le perdonara su desliz. Unos días antes, los dos habían prometido no volver a probar aquel maldito refresco de cola en cuya producción él mismo había participado hasta que le despidieron, pero aquella tarde en el bar, al ver en manos de sus amigas las hermosas latas de color rojo, había sido incapaz de resistir la tentación.

jueves, 27 de febrero de 2014

Caperucita y el lobo

Caperucita roja no es comunista;
esa linda capa que tan poco tapa,
es el amable disfraz que te despista.

Al lobo, que no es bobo ni lerdo,
y en disfraces es un  experto,
Caperucita lo llevó al huerto
y juntos llegaron a un acuerdo.

Se disfrazó él de dulce ovejita,
uno de sus disfraces preferidos,
y consiguieron ser recibidos
en su cabaña por la abuelita.

Le mostraron un documento
con mucha letrita pequeña
y le dijeron: Serás la dueña
de un magnífico apartamento.

Firmó sin saber qué la abuelita,
por lo avanzado de su presbicia,
y meses después la in...justicia
la echó de su humilde casita. 

miércoles, 12 de febrero de 2014

Las gafas de Li Peng

He descubierto por qué las gafas del dirigente chino son tan grandes: Es que tienen un dispositivo que le permite ver lo que sucede a su espalda.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Plasticofobia












No me gusta el tacto áspero de las etiquetas,
cosidas en la cintura de los calzoncillos
y en la zona del cuello de la camiseta.
¿Por qué no las cose el chino en su pinganillo?
Me jode la puta cremallera que se atasca,
cuando intento quitarte, con arte, el vestido;
sube pero no baja, todo intento fracasa,
rompo las uñas, me rindo, me cuelgo de un guindo.
Las etiquetas me pican, me rasco, me irritan
y me siento humillado por una cremallera.
Deja tu sombrilla en el suelo, mi cielo,
y vente conmigo, al abrigo de esta palmera.

domingo, 2 de febrero de 2014

El chollo del siglo

(Concurso de bubok.
Este fue el micro relato que consiguió más puntos.)

-Le vas a volver loco de celos, cada vez que los de la 5 muestren las imágenes de tus correrías por Madrid a las tres de la madrugada, abrazada a algún play boy o algún torero en actitud cariñosa.
-¿Celos, mi marido? Qué va: ¡Si quiere convertirse en mi manager!