El lunes después de Navidad, por la mañana voy caminando por
la acera y a punto estoy de hacer una foto a algo que llama poderosamente mi
atención, no me atrevo porque puede traerme problemas. He aquí la imagen: Una
ventana entreabierta en un primer piso; colgando del alfeizar una tela impresa
con una imagen del niño Jesús y una inscripción: “Dios ha nacido. Feliz Navidad” Una mujer en
albornoz saca un brazo por la ventana y se pone a sacudir un trapo de limpiar
el polvo. Imaginaros el niño Jesús colgado de la fachada, desnudo, soportando
una temperatura de 0 grados y toda la
mierda que la buena señora le está echando encima con su inmunda bayeta.
Desde mi ventana
martes, 3 de enero de 2017
martes, 9 de febrero de 2016
El micro con el que participé en el 9º concurso del taller de microrrelatos. Comienzo obligado: Disuelve en mi olvido.
La suerte del cobarde.
Disuelve en mi olvido, oh Señor, la
imagen tenebrosa de aquel mar enfurecido que se llevó a mi esposa. Atrás quedaron la
guerra, las bombas y la muerte. En la otra orilla nos esperaba la civilización,
eso creíamos, e intentábamos alcanzarla apiñados en una fragil patera, a merced
del violento oleaje. Muchos cayeron y arrastraron a otros tras de sí; yo salvé
mi vida porque miré para otro lado, para no ver la mano extendida de mi esposa que
me pedía ayuda desde el agua.
Un primer ensayo que publiqué fuera de concurso, sobre un tema menos tenebroso :
Ella
Disuelve en mi olvido
sus deslices muy deprisa,
porque tiene en su sonrisa
el aliado efectivo.
Le pregunto si me quiere,
si me odia o me desprecia,
y según la peripecia,
me acaricia o me hiere.
Y si alguna vez me planto,
me sonríe divertida,
disolviendo en mi herida
toda la sal de su encanto.
jueves, 15 de octubre de 2015
Prohibido mirar
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Me complace comunicaros que el concurso de microrelatos sigue cobrando
fuerza, preparándose
para iniciar un fulgurante despegue, que le convertirá en
una estrella de facebook. El hortelano poeta aportó su granito de arena al
evento con el micro que os deja a continuación:
Prohibido mirar
Tuviste que mirar a ver si era cierto que aquellos dos
enviados del cielo, eran capaces de acometer la espantosa atrocidad que Dios
les había encomendado. “Prohibido mirar atrás,” te habían dicho mientras te
empujaban hacia el monte, pero tú no hiciste caso y volviste la cabeza. Te
quedaste allí, clavada en el suelo, llorando lágrimas de sal.
martes, 29 de septiembre de 2015
Atracción fatal
La semana pasada celebramos nuestro habitual concurso de micro relatos; en esta ocasión y por primera vez en Facebook. Se saldó con seis micros, entre ellos el mío, un fascinante relato que titulé: "Atracción fatal" y que quedó en un modesto cuarto lugar. El relato ganador, el que se llevó el oro, fue: "El hada en el pozo" de Rosa G P, que podéis leer, si no lo habéis hecho todavía, en su blog: Algunas Pequeñas Historias. Muy bellas, por cierto.
Aquí os dejo el mío:
Atracción fatal
Dios… Cuánto te echo de menos. ¡Cómo añoro nuestras citas a
escondidas! Me han dicho que me olvide de ti para siempre. Te echan la culpa de
mis males; pero yo no creo que pueda vivir sin ti, anhelando desesperado sentir
en mis dedos la cálida y suave textura de tu cuerpo esbelto, acercarte a mis
labios, humedecerte con mi saliva y chupar, chupar hasta consumirte, sintiendo tu
calor correr por mis venas y exhalar poco a poco el humo, dibujando círculos,
viendo como se elevan por encima de mi cabeza y se diluyen en el aire.
martes, 15 de septiembre de 2015
hechizado
Hola, amigos: Soy el Duende entre las hortalizas. En primer
lugar, quiero daros las gracias a los que habéis visitado este blog,
tristemente abandonado por su dueño. Ignoro si alguien se ha preguntado por
qué dejó de escribir El hortelano poeta. La respuesta más corta sería: Por que está viejo. Esto fue lo que ocurrió: los
personajes de todas las pequeñas historias que inventó, se pasaron de unas a
otras y andan mezclados y revueltos en su cabeza, de modo que ya no sabe quién
es quién ni a qué historia pertenece.
Pero ésta semana tengo una noticia positiva: Encontré un pequeño relato, menos de cien palabras, escritas por el Hortelano en
la penca de una acelga. Lo copié en su PC y lo envié al concurso de Bubok.
Ahí os lo dejo:
Hechizado.
El tren no pasó más
por el valle donde Joaquín apacentaba sus ovejas, pero cada día a la misma
hora, el pastorcillo se sentaba al lado de la vía a esperarle, con la ilusión
de volver a ver a la preciosa jovencita, que un día le miró con ojos tristes,
tras el sucio cristal de una ventanilla del último vagón.
domingo, 18 de enero de 2015
Adiós
Hola, quien
quiera que seas, me imagino que has llegado a esta página con la idea de echarle
un vistazo al capítulo IV de este pintoresco relato. Pues ya te informo yo que
Raitán no ha vuelto a escribir nada de nada y no piensa hacerlo, ni ahora ni en
adelante. Dice que está cansado de inventar historias para que casi nadie las
lea. ¿Qué quién soy yo y qué hago aquí? Soy el Duende entre las hortalizas. Fui
amigo íntimo de la Eufrasia; sí, sí, la que fue presentada como un personaje
siniestro en esta obra. Menos mal que el autor abandonó pronto esta historia
absurda y disparatada, pero aunque me alegre por mi amiga, me ha disgustado que
abandonara el blog, sin cerrarlo siquiera y sin despedirse, demostrando muy
poco respeto por sus cuatro o cinco seguidores. Así que me dije: “Tienes que
escribir tú mismo unas palabras de despedida y, en la medida de lo posible, debes
aprovechar para reivindicar el honor y el buen nombre de La Eufrasia.” Cierto
es que cortó muchos trajes a sus vecinas hasta que el cura nuevo le paró los
pies con su magnetófono; pero también hay que decir que para el autor de este
blog fue una fuente inagotable de información y de inspiración. Y ya que estoy aporreando la teclas y como se
me figura que te gustaría saber si Noelia y Abel llegaron a ser novios, no me queda
más remedio que adelantarte algo de lo que pasó y que yo, por mi condición de
duende, supe enseguida con todo lujo de detalles.
IV
Abel y la prima Rosario
31 de diciembre de 1956
Se ve muy
difícil un noviazgo entre Noelia y Abel. Menuda es ella. Dice que a los trece
años los chicos son torpes, inconscientes, irresponsables y bocazas. Ellas no
son así. Noelia está enamorada de Pedro, que tiene diecisiete. Abel todavía no
lo sabe, pero no tardará en pillarles morreándose; (perdona por utilizar una
palabra tan vulgar. En el dos mil quince, a besarse de ese modo le llamarán
“comerse la boca," expresión igual de ordinaria, pero por ahora, a finales de mil
novecientos cincuenta y seis, todavía no se utiliza). Bueno, el caso es que Pedro
le robó un beso a Noelia la noche de la Navidad, a la salida de la misa del
Gallo; hace seis días de esto y desde entonces se han pasado todas las tardes
besándose por los rincones. Pero hoy es Noche vieja; habrá baile de pandereta
en la casa-escuela y los dos enamorados probablemente exhibirán en público su
amor, para disgusto de Abel; un disgusto que no será excesivo, supongo, porque
Abel está en la inopia más de lo que ya es habitual en él, y el motivo es que ayer vivió una experiencia
que tardará en olvidar y que seguramente le hará más llevadera la pérdida de Noelia.
Te la cuento:
Era a última
hora de la tarde, cuando el insólito rugido de un motor de gasolina, sorprendió
al vecindario. Los niños corrieron a ver qué pasaba y algunas vecinas se
asomaron a las ventanas con la curiosidad pintada en sus caras. El objeto
causante de aquel revuelo, una moto Vespa, conducida por una esbelta jovencita,
llegó seguida de una densa nube de polvo y se detuvo justo delante de la casa
de los abuelos de Abel. La jovencita echó pie a tierra, se acercó a Irene y a
Antonio y les abrazó.
-¿Quién es?
–preguntó Abel, en un susurro, a su abuela.
-Rosario, la
prima de tu padre –dijo ella, antes de acercarse a abrazarla.
Detrás de la
abuela acudió el abuelo a recibirla, quitándose las gafas y restregándose los
ojos con el dorso de la mano. Por último le tocó el turno a Abel que notó, al
arrimarle la cara, un ligero olor a alcohol en el aliento de la joven.
-¿Qué tal por
Madrid?, –preguntó Antonio a Rosario y sin esperar respuesta añadió-. ¿Ha
venido tu madre?
-No, vine yo
sola.
-¿Qué tal
está ella?
-Bien.
-¿Y cómo te
dio por venir así… sin avisar ni nada?
-Vine para
quedarme. Voy a cuidar de la madre de mi
padre que está muy mal de la cabeza, la pobre. No está para dejarla sola.
-¿Tan mal
está?
-Sí. A veces me
confunde con mi madre y a veces me pregunta quién soy.
La abuela
regresó a la cocina para ponerse a preparar la cena y Abel la siguió:
-Abuela, parece
muy joven para ser prima de mi padre, ¿verdad?
-Su madre, mi
hermana, es mucho más joven que yo –dijo la abuela y añadió enseguida-: Coge
esa cesta y vete a por leña para la cocina.
Aquella noche
Rosario, conocedora del mal estado de la cama plegable donde iba a dormir Abel,
le ofreció una habitación en su casa y éste aceptó rápidamente, antes de que
sus padres empezaran a decir que no era necesario.
Si la llegada
de Rosario había causado expectación, no fue menos la que provocó ver a Abel
viajando en la moto, de paquete, abrazado a la cintura de la prima.
Más tarde, a
las diez de la noche, los dos jugaban a las cartas en el salón de la abuela de
Rosario. Sentados en el sofá, frente a frente, escuchando en la radio una
canción ridícula de Pepe Pinto, titulada: Trigo limpio y que comienza con la
frase: “Maria Manuela ¿me escuchas?,” Abel tenía que hacer un titánico esfuerzo
para que sus ojos no se quedaran prendidos de los diez centímetros de muslo que
la falda de Rosario dejaba al descubierto. Intentó, sin mucho éxito,
concentrarse en sus cartas y en la canción mientras duró, luego decidió
plantearle a Rosario un par de dudas que su madre no había conseguido aclararle.
-Mi abuela y
tu madre son hermanas, pero mi abuela es mucho mayor. ¿Cuántos años le lleva?
-Dieciocho.
-¿Dieciocho?
Entonces, ¿tu madre cuantos tiene? ¿Cuarenta y dos?
-Cuarenta y
uno.
-¡Anda ya!
¡Eso es imposible!
-¿Por qué es
imposible?
-Porque mi
padre, tiene cuarenta y dos. ¡Cómo va a ser más joven la tía que el sobrino!
Rosario se
sirvió un vaso de vino blanco espumoso y
abrió un refresco para Abel. Cuando volvió a sentarse en el sofá, con las
piernas encogidas, Abel, perdió su concentración e hizo una mala jugada que le
llevó a perder aquel juego.
-Es fácil; te
lo explico –dijo Rosario.
-¿El qué?
-Lo de la
edad de nuestros padres. Tu bisabuela tenía dieciséis años cuando tuvo a su
primera hija, tu abuela. Fue en el año 1897. Su marido murió al año siguiente
en la guerra de Cuba y dieciséis años después, en 1914, ella inició una
relación con un oficial del ejército. Para entonces, su hija, es decir tu
abuela ya cortejaba con tu abuelo. Las dos, madre e hija, quedaron embarazadas
con ocho meses de diferencia. Primero tu abuela, tuvo a tu padre, y luego tu
bisabuela tuvo a mi madre.
-¿Y qué pasó
con el bisabuelo?
-Le enviaron
a África y no volvió.
-Menudo lío
-Te he vuelto
a ganar –dijo Rosario, dejando las cartas en el sofá, entre los dos y
levantándose. Sin soltar el vaso del vino, fue hasta un cajón del mueble bar y
volvió con un par de pendientes de oro en la mano.
-¿Me
acompañas al baile? –dijo, mientras intentaba ponerse un pendiente.
-Sí, pero te
advierto que no sé bailar.
En la radio
sonaban ahora Violetas Imperiales, en la voz de Luis Mariano.
-Levántate;
te voy a enseñar.
Abel
obedeció.
-Pon la mano
en mi cintura.
-¿Oye, vamos
a marchar y dejar a la vieja sola?
-Concéntrate
en no pisarme y olvídate de la vieja. Suele dormir toda la noche como un lirón.
Bailaron tres
piezas y luego Rosario intentó de nuevo sin éxito ponerse los pendientes.
-¡Jo, qué
torpe estoy! Toma pónmelos tú, ¿quieres?
Abel cogió
uno de los pendientes; su sistema de rosca lo hacía un poco complicado. Se
acercó a la joven, deslizó el pendiente en su oreja pero el clip se le escurrió
entre los dedos.
-¡Mierda, se
me cayó la tuerca!
-Está aquí
–dijo ella- desabrochándose un botón de la camisa-, se quedó enganchada en el
sujetador. Cógela.
-¿En el
sujetador? No la veo.
-Justo en
medio. Ten cuidado que no caiga al suelo. ¡Uf!, tienes las manos frías como el hielo.
¿La cogiste?
-Sí sí, ya…
ya la tengo.
El segundo pendiente
no le dio problemas y quince minutos después, Rosario y Abel llegaron a la
casa-escuela, convertida aquella noche en salón de baile. Se abrieron paso
entre la gente, consiguiendo que todas las miradas del personal masculino se
volvieran hacia la joven. Desde una esquina, yo me fijé en Abel y me pareció
que había crecido varios centímetros, imbuido de la importancia que le otorgaba
ser el acompañante de “la madrileña.”
viernes, 9 de enero de 2015
No dejes que te atrapen
Aquí os dejo la tercera entrega de una historia que aún no tiene título. Las dos anteriores fueron:
La chica de la curva y
El cura nuevo
III
¡No
dejes que te atrapen!
El
día de los Santos inocentes, a media mañana,
Abel cogió su bicicleta con intención de acercarse hasta la Bárcena,
la pequeña aldea donde vivía Noelia. Al
salir a la calle se encontró con Adelardo, el hijo de Paquita, que venía haciendo
acrobacias en la suya, y ambos se lanzaron carretera abajo sin prestar mucha
atención a los nubarrones, cada vez más oscuros, que se cernían sobre sus
cabezas. Entre los dos empezaba a surgir una sincera amistad.
A
la Eufrasia, las magulladuras y moratones que sufrió el día anterior a causa de
su encuentro con Paquita, no le impidieron levantarse de la cama aquella
mañana, dispuesta a presentarse en el Cuartel de la guardia civil, que estaba
en la capital del municipio, a siete kilómetros del pueblo, para denunciar la
agresión. Tomó un lingotazo de aguardiente para animarse, cerró la puerta con
llave y se puso en camino. Hacía frío; enseguida
se arrepintió de no haberse puesto ropa de más abrigo. Cuando había recorrido dos kilómetros empezó a
llover; un viento helado le revolvió el paraguas y el chaparrón más fuerte le
cayó encima de lleno. Empapada de pies a cabeza y casi congelada, comprendió
que la mejor opción que le quedaba era dar la vuelta y regresar a su casa.
Al
pasar por delante del molino que había junto a la carretera, se quedó mirando las
dos bicicletas que estaban apoyadas contra la puerta. Sabía que una era del
hijo de Paquita. “Ahí la tienes, a menos de cinco metros; ¿qué mejor venganza?,
–le susurró el diablo al oído-. Acércate a ella, cógela por el sillín y lánzala
al fondo del río.” Eufrasia dio dos pasos en dirección a las bicicletas, pero
apenas metió un pie en la cuneta, las zarzas le arañaron una pierna, se le
engancharon en el vestido y amenazaron desnudarla si daba un paso más.
-¡Mierda!
–exclamó enfurecida, retrocediendo. Echó una mirada de odio a las bicicletas y decidió
que era mejor olvidarse de ellas y volver a casa, a quitarse aquella ropa
mojada antes de exponerse a pillar una pulmonía.
Abel y Adelardo la vieron pasar desde dentro
del molino, donde se habían refugiado de la lluvia.
-¿Pero
ésa bruja no estaba medio muerta a causa de la paliza que le dio tu madre?
–exclamó Abel señalándola con el brazo
extendido
Adelardo
se asomó apenas un instante y enseguida se volvió de espalda y empezó a
restregarse los ojos con la manga de la chaqueta, llorando.
-Perdona,
no pensé que te iba a parecer mal–se excusó Abel.
Adelardo
tenía los mismos años que Abel y muchas veces había sido víctima de las pullas
de sus compañeros de clase.
-Primero
sólo se metían conmigo diciendo que mis padres vivían en pecado, porque no
estaban casados –le confesó a Abel-, pero
un día, hace ya ocho años, un vecino denunció a mi padre, acusándole de comunista y de ayudar a los fugados.
-¿Quién
son los fugados?
-Los
Maquis; hombres que lucharon contra
Franco y, al acabar la guerra, se echaron al monte para evitar que les metiera
en la cárcel. La guardia civil llegó a mi casa de madrugada; mi padre estaba en
la cuadra, les vio y huyó hacia las montañas. No volví a verle.
-Hay
que ser muy mala persona para denunciar a un vecino.
-Si
te cuento un secreto, ¿me prometes no decírselo a nadie?
-Te
lo prometo.
-Júralo.
Abel
formó una cruz con los dedos índices de las dos manos, la besó y dijo:
-Lo
juro.
Adelardo
bajó la voz, a pesar de que nadie podía oírles:
-Mi
madre, sabe dónde está. Se encuentra a veces con él en el monte, en algún sitio
secreto.
-¿Nunca
te llevó con ella?
-No.
Dice que eso es muy peligroso.
Durante
un rato permanecieron callados y de pronto Abel dijo:
-Yo
también tengo un secreto… bueno, yo no,
mi padre. –Adelardo le miró vivamente y Abel continuó-: Mi padre escucha
la radio por la noche; una emisora comunista que le llaman La Pirenaica. Está
prohibido escucharla.
-¡Anda!
Pues que tenga cuidado, que cómo se entere la guardia civil, lo llevan al
Cuartel y lo muelen a hostias.
-Ya
lo sé, pero pone la radio muy baja y con la luz apagada.
Adelardo
se asomó al ventano y dijo:
-Ya
paró de llover; ¿nos vamos?
-Sí,
vámonos –aceptó Abel.
Salieron
afuera entre las zarzas y se abrieron camino con un palo.
-Pepín
dice que han inventado una cosa que es mejor que la radio –dijo Adelardo, sin
parar de darle palos a las zarzas.
-¿Qué
cosa? –inquirió Abel.
-La
televisión.
-Algo
he oído, pero todavía no he visto ninguna.
-Pepín
dice que es un poco mayor que la radio y que por delante tiene una pantalla
donde se ven las imágenes.
-¿Qué
imágenes?
-Cantantes
y gente que habla o hacen cosas.
-¿Cómo
el cine?
-Sí,
pero en pequeñito.
-Pues
vaya invento de mierda.
-Sí.
Al
llegar al pueblo, antes de despedirse, Adelardo preguntó:
-¿Vas
a salir por la tarde?
-Depende.
Si mi padre no ha cambiado de idea… Me habló de llevarme con él a ver una
cabaña de mi abuelo.
-¿Te
gusta ver cabañas?
-No
lo sé. De todos modos, mi padre no me preguntó si me gustan o no.
-¿No
te preguntó?
-No;
mi padre no suele preguntarme si me apetece hacer algo. Dice: “vamos a hacer
esto” y si no me gusta, me aguanto.
-Peor
es no tener padre. Bueno, me voy que debe de ser tardísimo. A ver si nos vemos
mañana.
-Hasta
mañana, Adelardo.
A
las tres de la tarde, Abel, su padre y su abuelo salieron del pueblo, hacia la
finca que éste tenía en el monte. El objetivo de aquella excursión era quitar una o dos goteras del tejado de la
cabaña. Ésta era una pequeña construcción de gruesas paredes de mampostería, (piedras y
arcilla) que constaba de dos piezas adosadas: la cuadra y un habitáculo más
pequeño dónde se guardaban los aperos.
Abel
dejó su mochila sobre un banco de madera que había a la entrada, mientras su
padre, con las manos en los bolsillos de la zamarra, contemplaba el vuelo de
una bandada de cuervos en torno al pico de la montaña. El abuelo se dirigió a
la cuadra, empujó la pesada puerta de madera de castaño, volvió a cerrarla de
golpe y llamó:
-¡Antonio!
¡Abel! Acercaros. Hay algo aquí dentro.
Se
acercaron, el abuelo abrió un poco y miraron por la rendija. Lo “que había
dentro” corrió hacia la puerta. El abuelo cerró.
-Un
corzo –dijo.
-¿Cómo
entró? –preguntó Abel.
-Seguro
que encontró la puerta abierta y mientras estaba dentro se le cerró –le explicó
el abuelo.
Armados
con una pala y una horca, Antonio y el abuelo, empujaron muy despacio la puerta
de la cuadra, sólo lo justo para poder pasar por el hueco. Abel se preguntaba
por qué no abrían y le dejaban marchar; tenía entendido que los corzos no eran
agresivos ni dañinos. Su padre le agarró por un brazo y le arrastró al
interior, mientras el corzo intentaba de nuevo, infructuosamente, aprovechar
aquella rendija para escapar.
-Sujeta
la puerta –le dijo Antonio a su hijo
-Es
una corza joven –dijo el abuelo, mientras él y su yerno intentaban acorralarla.
La
corza retrocedió hasta una esquina. Temblaba y Abel contemplaba la escena con
los ojos desorbitados. El abuelo intentó pincharla con la horca, mientras Antonio
le lanzaba un golpe a la cabeza con la pala. Entonces sucedieron dos hechos de forma simultánea y vertiginosa:
De un salto, la corza escapó al cerco derribando en su huida al padre de Abel y el chico dio un tirón de la puerta,
abriéndola apenas cuarenta centímetros, lo suficiente para que el animal se
colara por el hueco como una exhalación.
Apenas
dos segundos tardó la corza en desaparecer entre la maleza del monte, pero, en
lo que duró ese instante, su sombra fugaz se convirtió, para los ojos de Abel,
en la sombra de un hombre con una vieja escopeta y un letrero en la espalda: “Soy
el padre de Adelardo” Y Abel murmuró:
-¡No
dejes que te atrapen!
-¡¡Qué
haces!! ¡Eres tonto! –gritó, demasiado tarde, el abuelo. Luego, al ver el
semblante abatido de su nieto, suavizó el tono-: ¿Por qué abriste la puerta?
-No
lo sé; fue sin querer –contestó Abel.
-No
mientas –refunfuñó su padre.
-Bueno,
es que… de repente me entró miedo.
-¡Me
entró miedo! –repitió Antonio burlándose-. ¡Imbécil!
Una
hora más tarde, mientras regresaban al pueblo, el abuelo posó una mano en el
hombro de su nieto y le dijo en voz baja:
-Escucha,
jovencito: Los animales del bosque son comida; darles caza para convertirlos en
chuletas no es un crimen, es una de las leyes que rigen la Naturaleza. Esta
corza se libró por ahora, pero tal vez esta misma noche caiga en las garras del
lobo, que no le andará con remilgos a la hora de hincarle el diente. Y, si no
es el lobo, esta noche, puede ser el rifle del cazador mañana. ¿Lo entiendes?
-Sí,
claro, es que… no sé qué me pasó –murmuró Abel, mirándose la punta de los
zapatos.
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