domingo, 18 de enero de 2015

Adiós

Hola, quien quiera que seas, me imagino que has llegado a esta página con la idea de echarle un vistazo al capítulo IV de este pintoresco relato. Pues ya te informo yo que Raitán no ha vuelto a escribir nada de nada y no piensa hacerlo, ni ahora ni en adelante. Dice que está cansado de inventar historias para que casi nadie las lea. ¿Qué quién soy yo y qué hago aquí? Soy el Duende entre las hortalizas. Fui amigo íntimo de la Eufrasia; sí, sí, la que fue presentada como un personaje siniestro en esta obra. Menos mal que el autor abandonó pronto esta historia absurda y disparatada, pero aunque me alegre por mi amiga, me ha disgustado que abandonara el blog, sin cerrarlo siquiera y sin despedirse, demostrando muy poco respeto por sus cuatro o cinco seguidores. Así que me dije: “Tienes que escribir tú mismo unas palabras de despedida y, en la medida de lo posible, debes aprovechar para reivindicar el honor y el buen nombre de La Eufrasia.” Cierto es que cortó muchos trajes a sus vecinas hasta que el cura nuevo le paró los pies con su magnetófono; pero también hay que decir que para el autor de este blog fue una fuente inagotable de información y de inspiración.  Y ya que estoy aporreando la teclas y como se me figura que te gustaría saber si Noelia y Abel llegaron a ser novios, no me queda más remedio que adelantarte algo de lo que pasó y que yo, por mi condición de duende, supe enseguida con todo lujo de detalles.

IV
Abel y la prima Rosario
31 de diciembre de 1956
Se ve muy difícil un noviazgo entre Noelia y Abel. Menuda es ella. Dice que a los trece años los chicos son torpes, inconscientes, irresponsables y bocazas. Ellas no son así. Noelia está enamorada de Pedro, que tiene diecisiete. Abel todavía no lo sabe, pero no tardará en pillarles morreándose; (perdona por utilizar una palabra tan vulgar. En el dos mil quince, a besarse de ese modo le llamarán “comerse la boca," expresión igual de ordinaria, pero por ahora, a finales de mil novecientos cincuenta y seis, todavía no se utiliza). Bueno, el caso es que Pedro le robó un beso a Noelia  la noche  de la Navidad, a la salida de la misa del Gallo; hace seis días de esto y desde entonces se han pasado todas las tardes besándose por los rincones. Pero hoy es Noche vieja; habrá baile de pandereta en la casa-escuela y los dos enamorados probablemente exhibirán en público su amor, para disgusto de Abel; un disgusto que no será excesivo, supongo, porque Abel está en la inopia más de lo que ya es habitual en él,  y el motivo es que ayer vivió una experiencia que tardará en olvidar y que seguramente le hará más llevadera la pérdida de Noelia. Te la cuento:
Era a última hora de la tarde, cuando el insólito rugido de un motor de gasolina, sorprendió al vecindario. Los niños corrieron a ver qué pasaba y algunas vecinas se asomaron a las ventanas con la curiosidad pintada en sus caras. El objeto causante de aquel revuelo, una moto Vespa, conducida por una esbelta jovencita, llegó seguida de una densa nube de polvo y se detuvo justo delante de la casa de los abuelos de Abel. La jovencita echó pie a tierra, se acercó a Irene y a Antonio y les abrazó.
-¿Quién es? –preguntó Abel, en un susurro, a su abuela.
-Rosario, la prima de tu padre –dijo ella, antes de acercarse a abrazarla.
Detrás de la abuela acudió el abuelo a recibirla, quitándose las gafas y restregándose los ojos con el dorso de la mano. Por último le tocó el turno a Abel que notó, al arrimarle la cara, un ligero olor a alcohol en el aliento de la joven.
-¿Qué tal por Madrid?, –preguntó Antonio a Rosario y sin esperar respuesta añadió-. ¿Ha venido tu madre?  
-No, vine yo sola.
-¿Qué tal está ella?
-Bien.
-¿Y cómo te dio por venir así… sin avisar ni nada?
-Vine para quedarme. Voy a cuidar  de la madre de mi padre que está muy mal de la cabeza, la pobre. No está para dejarla sola.
-¿Tan mal está?
-Sí. A veces me confunde con mi madre y a veces me pregunta quién soy.
La abuela regresó a la cocina para ponerse a preparar la cena y Abel la siguió:
-Abuela, parece muy joven para ser prima de mi padre, ¿verdad?
-Su madre, mi hermana, es mucho más joven que yo –dijo la abuela y añadió enseguida-: Coge esa cesta y vete a por leña para la cocina.

Aquella noche Rosario, conocedora del mal estado de la cama plegable donde iba a dormir Abel, le ofreció una habitación en su casa y éste aceptó rápidamente, antes de que sus padres empezaran a decir que no era necesario.
Si la llegada de Rosario había causado expectación, no fue menos la que provocó ver a Abel viajando en la moto, de paquete, abrazado a la cintura de la prima.  
Más tarde, a las diez de la noche, los dos jugaban a las cartas en el salón de la abuela de Rosario. Sentados en el sofá, frente a frente, escuchando en la radio una canción ridícula de Pepe Pinto, titulada: Trigo limpio y que comienza con la frase: “Maria Manuela ¿me escuchas?,” Abel tenía que hacer un titánico esfuerzo para que sus ojos no se quedaran prendidos de los diez centímetros de muslo que la falda de Rosario dejaba al descubierto. Intentó, sin mucho éxito, concentrarse en sus cartas y en la canción mientras duró, luego decidió plantearle a Rosario un par de dudas que su madre no había conseguido aclararle.
-Mi abuela y tu madre son hermanas, pero mi abuela es mucho mayor. ¿Cuántos años le lleva?
-Dieciocho.
-¿Dieciocho? Entonces, ¿tu madre cuantos tiene? ¿Cuarenta y dos?
-Cuarenta y uno.
-¡Anda ya! ¡Eso es imposible!
-¿Por qué es imposible?
-Porque mi padre, tiene cuarenta y dos. ¡Cómo va a ser más joven la tía que el sobrino!
Rosario se sirvió un vaso de vino  blanco espumoso y abrió un refresco para Abel. Cuando volvió a sentarse en el sofá, con las piernas encogidas, Abel, perdió su concentración e hizo una mala jugada que le llevó a perder aquel juego.
-Es fácil; te lo explico –dijo Rosario.
-¿El qué?
-Lo de la edad de nuestros padres. Tu bisabuela tenía dieciséis años cuando tuvo a su primera hija, tu abuela. Fue en el año 1897. Su marido murió al año siguiente en la guerra de Cuba y dieciséis años después, en 1914, ella inició una relación con un oficial del ejército. Para entonces, su hija, es decir tu abuela ya cortejaba con tu abuelo. Las dos, madre e hija, quedaron embarazadas con ocho meses de diferencia. Primero tu abuela, tuvo a tu padre, y luego tu bisabuela tuvo a mi madre.
-¿Y qué pasó con el bisabuelo?
-Le enviaron a África y no volvió.
-Menudo lío
-Te he vuelto a ganar –dijo Rosario, dejando las cartas en el sofá, entre los dos y levantándose. Sin soltar el vaso del vino, fue hasta un cajón del mueble bar y volvió con un par de pendientes de oro en la mano.
-¿Me acompañas al baile? –dijo, mientras intentaba ponerse un pendiente. 
-Sí, pero te advierto que no sé bailar.
En la radio sonaban ahora Violetas Imperiales, en la voz de Luis Mariano.
-Levántate; te voy a enseñar.
Abel obedeció.
-Pon la mano en mi cintura.
-¿Oye, vamos a marchar y dejar a la vieja sola?
-Concéntrate en no pisarme y olvídate de la vieja. Suele dormir toda la noche como un lirón.
Bailaron tres piezas y luego Rosario intentó de nuevo sin éxito ponerse los pendientes.
-¡Jo, qué torpe estoy! Toma pónmelos tú, ¿quieres?
Abel cogió uno de los pendientes; su sistema de rosca lo hacía un poco complicado. Se acercó a la joven, deslizó el pendiente en su oreja pero el clip se le escurrió entre los dedos.
-¡Mierda, se me cayó la tuerca!
-Está aquí –dijo ella- desabrochándose un botón de la camisa-, se quedó enganchada en el sujetador. Cógela.
-¿En el sujetador? No la veo.
-Justo en medio. Ten cuidado que no caiga al suelo.  ¡Uf!, tienes las manos frías como el hielo. ¿La cogiste?
-Sí sí, ya… ya la tengo.

El segundo pendiente no le dio problemas y quince minutos después, Rosario y Abel llegaron a la casa-escuela, convertida aquella noche en salón de baile. Se abrieron paso entre la gente, consiguiendo que todas las miradas del personal masculino se volvieran hacia la joven. Desde una esquina, yo me fijé en Abel y me pareció que había crecido varios centímetros, imbuido de la importancia que le otorgaba ser el acompañante de “la madrileña.”

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