viernes, 9 de enero de 2015

No dejes que te atrapen


Aquí os dejo la tercera entrega de una historia que aún no tiene título. Las dos anteriores fueron:
 La chica de la curva y 
El cura nuevo


III
¡No dejes que te atrapen!

El día de los Santos inocentes, a media mañana,  Abel cogió su bicicleta con intención de acercarse hasta la Bárcena, la  pequeña aldea donde vivía Noelia. Al salir a la calle se encontró con Adelardo, el hijo de Paquita, que venía haciendo acrobacias en la suya, y ambos se lanzaron carretera abajo sin prestar mucha atención a los nubarrones, cada vez más oscuros, que se cernían sobre sus cabezas. Entre los dos empezaba a surgir una sincera amistad.
A la Eufrasia, las magulladuras y moratones que sufrió el día anterior a causa de su encuentro con Paquita, no le impidieron levantarse de la cama aquella mañana, dispuesta a presentarse en el Cuartel de la guardia civil, que estaba en la capital del municipio, a siete kilómetros del pueblo, para denunciar la agresión. Tomó un lingotazo de aguardiente para animarse, cerró la puerta con llave y se puso en camino.  Hacía frío; enseguida se arrepintió de no haberse puesto ropa de más abrigo.  Cuando había recorrido dos kilómetros empezó a llover; un viento helado le revolvió el paraguas y el chaparrón más fuerte le cayó encima de lleno. Empapada de pies a cabeza y casi congelada, comprendió que la mejor opción que le quedaba era dar la vuelta y regresar a su casa.
Al pasar por delante del molino que había junto a la carretera, se quedó mirando las dos bicicletas que estaban apoyadas contra la puerta. Sabía que una era del hijo de Paquita. “Ahí la tienes, a menos de cinco metros; ¿qué mejor venganza?, –le susurró el diablo al oído-. Acércate a ella, cógela por el sillín y lánzala al fondo del río.” Eufrasia dio dos pasos en dirección a las bicicletas, pero apenas metió un pie en la cuneta, las zarzas le arañaron una pierna, se le engancharon en el vestido y amenazaron desnudarla si daba un paso más.
-¡Mierda! –exclamó enfurecida, retrocediendo. Echó una mirada de odio a las bicicletas y decidió que era mejor olvidarse de ellas y volver a casa, a quitarse aquella ropa mojada antes de exponerse a pillar una pulmonía.
 Abel y Adelardo la vieron pasar desde dentro del molino, donde se habían refugiado de la lluvia.
-¿Pero ésa bruja no estaba medio muerta a causa de la paliza que le dio tu madre? –exclamó  Abel señalándola con el brazo extendido
Adelardo se asomó apenas un instante y enseguida se volvió de espalda y empezó a restregarse los ojos con la manga de la chaqueta, llorando.
-Perdona, no pensé que te iba a parecer mal–se excusó Abel.
Adelardo tenía los mismos años que Abel y muchas veces había sido víctima de las pullas de sus compañeros de clase.
-Primero sólo se metían conmigo diciendo que mis padres vivían en pecado, porque no estaban casados –le confesó a Abel-,  pero un día, hace ya ocho años, un vecino denunció a mi padre, acusándole de  comunista y de ayudar a los fugados.
-¿Quién son los fugados?
-Los Maquis; hombres que  lucharon contra Franco y, al acabar la guerra, se echaron al monte para evitar que les metiera en la cárcel. La guardia civil llegó a mi casa de madrugada; mi padre estaba en la cuadra, les vio y huyó hacia las montañas. No volví a verle.
-Hay que ser muy mala persona para denunciar a un vecino.
-Si te cuento un secreto, ¿me prometes no decírselo a nadie?
-Te lo prometo.
-Júralo.
Abel formó una cruz con los dedos índices de las dos manos, la besó y dijo:
-Lo juro.
Adelardo bajó la voz, a pesar de que nadie podía oírles:
-Mi madre, sabe dónde está. Se encuentra a veces con él en el monte, en algún sitio secreto.
-¿Nunca te llevó con ella?
-No. Dice que eso es muy peligroso.
Durante un rato permanecieron callados y de pronto Abel dijo:
-Yo también tengo un secreto… bueno, yo no,  mi padre. –Adelardo le miró vivamente y Abel continuó-: Mi padre escucha la radio por la noche; una emisora comunista que le llaman La Pirenaica. Está prohibido escucharla.
-¡Anda! Pues que tenga cuidado, que cómo se entere la guardia civil, lo llevan al Cuartel y lo muelen a hostias.
-Ya lo sé, pero pone la radio muy baja y con la luz apagada.
Adelardo se asomó al ventano y dijo:
-Ya paró de llover; ¿nos vamos?
-Sí, vámonos –aceptó Abel.
Salieron afuera entre las zarzas y se abrieron camino con un palo.
-Pepín dice que han inventado una cosa que es mejor que la radio –dijo Adelardo, sin parar de darle palos a las zarzas.
-¿Qué cosa? –inquirió Abel.
-La televisión.
-Algo he oído, pero todavía no he visto ninguna.
-Pepín dice que es un poco mayor que la radio y que por delante tiene una pantalla donde se ven las imágenes.
-¿Qué imágenes?
-Cantantes y gente que habla o hacen cosas.
-¿Cómo el cine?
-Sí, pero en pequeñito.
-Pues vaya invento de mierda.
-Sí.
Al llegar al pueblo, antes de despedirse, Adelardo preguntó:
-¿Vas a salir por la tarde?
-Depende. Si mi padre no ha cambiado de idea… Me habló de llevarme con él a ver una cabaña de mi abuelo.
-¿Te gusta ver cabañas?
-No lo sé. De todos modos, mi padre no me preguntó si me gustan o no.
-¿No te preguntó?
-No; mi padre no suele preguntarme si me apetece hacer algo. Dice: “vamos a hacer esto” y si no me gusta, me aguanto.
-Peor es no tener padre. Bueno, me voy que debe de ser tardísimo. A ver si nos vemos mañana.
-Hasta mañana, Adelardo.

A las tres de la tarde, Abel, su padre y su abuelo salieron del pueblo, hacia la finca que éste tenía en el monte. El objetivo de aquella excursión era  quitar una o dos goteras del tejado de la cabaña. Ésta era una pequeña construcción  de gruesas paredes de mampostería, (piedras y arcilla) que constaba de dos piezas adosadas: la cuadra y un habitáculo más pequeño dónde se guardaban los aperos.
Abel dejó su mochila sobre un banco de madera que había a la entrada, mientras su padre, con las manos en los bolsillos de la zamarra, contemplaba el vuelo de una bandada de cuervos en torno al pico de la montaña. El abuelo se dirigió a la cuadra, empujó la pesada puerta de madera de castaño, volvió a cerrarla de golpe y llamó:
-¡Antonio! ¡Abel! Acercaros. Hay algo aquí dentro.
Se acercaron, el abuelo abrió un poco y miraron por la rendija. Lo “que había dentro” corrió hacia la puerta. El abuelo cerró.
-Un corzo –dijo.
-¿Cómo entró? –preguntó Abel.
-Seguro que encontró la puerta abierta y mientras estaba dentro se le cerró –le explicó el abuelo.
Armados con una pala y una horca, Antonio y el abuelo, empujaron muy despacio la puerta de la cuadra, sólo lo justo para poder pasar por el hueco. Abel se preguntaba por qué no abrían y le dejaban marchar; tenía entendido que los corzos no eran agresivos ni dañinos. Su padre le agarró por un brazo y le arrastró al interior, mientras el corzo intentaba de nuevo, infructuosamente, aprovechar aquella rendija para escapar.
-Sujeta la puerta –le dijo Antonio a su hijo
-Es una corza joven –dijo el abuelo, mientras él y su yerno intentaban acorralarla.
La corza retrocedió hasta una esquina. Temblaba y Abel contemplaba la escena con los ojos desorbitados. El abuelo intentó pincharla con la horca, mientras Antonio le lanzaba un golpe a la cabeza con la pala. Entonces sucedieron  dos hechos de forma simultánea y vertiginosa: De un salto, la corza escapó al cerco derribando en su huida al padre de Abel y  el chico dio un tirón de la puerta, abriéndola apenas cuarenta centímetros, lo suficiente para que el animal se colara por el hueco como una exhalación.
Apenas dos segundos tardó la corza en desaparecer entre la maleza del monte, pero, en lo que duró ese instante, su sombra fugaz se convirtió, para los ojos de Abel, en la sombra de un hombre con una vieja escopeta y un letrero en la espalda: “Soy el padre de Adelardo” Y Abel murmuró:
-¡No dejes que te atrapen!
-¡¡Qué haces!! ¡Eres tonto! –gritó, demasiado tarde, el abuelo. Luego, al ver el semblante abatido de su nieto, suavizó el tono-: ¿Por qué abriste la puerta?
-No lo sé; fue sin querer –contestó Abel.
-No mientas –refunfuñó su padre.
-Bueno, es que… de repente me entró miedo.
-¡Me entró miedo! –repitió Antonio burlándose-. ¡Imbécil!

Una hora más tarde, mientras regresaban al pueblo, el abuelo posó una mano en el hombro de su nieto y le dijo en voz baja:
-Escucha, jovencito: Los animales del bosque son comida; darles caza para convertirlos en chuletas no es un crimen, es una de las leyes que rigen la Naturaleza. Esta corza se libró por ahora, pero tal vez esta misma noche caiga en las garras del lobo, que no le andará con remilgos a la hora de hincarle el diente. Y, si no es el lobo, esta noche, puede ser el rifle del cazador mañana. ¿Lo entiendes?
-Sí, claro, es que… no sé qué me pasó –murmuró Abel, mirándose la punta de los zapatos.












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