miércoles, 19 de diciembre de 2012


Ramiro el Lobo

II
Desde que Don Pedro le había despedido, después de trabajar para él como un animal de carga durante quince años, Ramiro no había vuelto a ver a Pepita. Aquella noche, empezó a escuchar dentro de su cabeza voces que le decían: ¡Secuéstrala! ¿A que esperas?
Era noche de luna llena. Los parroquianos en el bar se asomaban a la puerta a ver si oían aullar a Ramiro el Lobo, pero éste estaba ocupado ensillando su caballo, desempolvando su rifle de caza, el cuchillo de monte, un hacha, unas esposas como las que usa la policía y, finalmente, una escalera de mano que sujetó como pudo a la montura.
-Creo que lo tengo todo –dijo en voz alta, mientras se ajustaba a la cintura la canana repleta de balas.
Al trote de su caballo, observado desde el cielo por una luna redonda y brillante como de plata, se dirigió a la hacienda de don Pedro como una sombra en la noche. La luna le guió, haciéndole llegar de vez en cuando su pálida luz por entre los árboles para que no equivocara el camino.
Cuando llegó a la entrada de la finca se apeó del caballo y desató la escalera. Los hierros de la verja que rodeaba la finca eran como lanzas de dos metros y medio de altura. Estaba amarrando el caballo a un árbol próximo a la entrada, cuando un dóberman surgió de la oscuridad dentro del jardín y le enseñó los colmillos a través de las rejas, luego, al reconocer al antiguo empleado de la casa, el perro se limitó a gruñir sin mucha convicción. Ramiro le encañonó con el rifle y le metió dos balazos en la cabeza; a continuación arrimó la escalera a la verja. Alertado por los disparos, apareció en la puerta don Pedro apuntando a la noche con su Winchester. Tronó de nuevo el rifle de Ramiro y el hacendado recibió un impacto en el pecho, soltó el arma y cayó despacio, hasta quedar de rodillas; un nuevo disparo le lanzó de espaldas dejándole tendido en una postura grotesca. Pepita, que llegó a la puerta corriendo, lanzó un gritó y se arrojó sobre el cadáver de su padre, sacudiéndole por los hombros y llamándole entre sollozos. La luna se ocultó detrás de una nube, dejando en tinieblas el escenario de la tragedia. Ramiro, sin perder en ningún momento su sangre fría, colgó el rifle en bandolera y subió por la escalera, una vez arriba, sosteniéndose en precario equilibrio entre las afiladas puntas de los hierros de la verja, alzó la escalera y la pasó al otro lado, descendiendo por ella al jardín, mientras Pepita huía presa del terror. En la puerta, Ramiro se encontró con la madre de Pepita, que venía gritando, en camisón y con el pelo alborotado. Sin dudar, descolgó el rifle y le disparó dos veces, dejándola tendida cerca del cadáver de su marido. Mientras Pepita se refugió en su habitación e intentó arrastrar la cama para atravesarla delante de la puerta; empeño inútil, pues Ramiro ya se abría camino a hachazos, haciendo astillas la hoja de madera. Arrinconándola entre la cama y el tocador, le sujetó las manos a la espalda e intentó ponerle las esposas. No tuvo problemas con la primera manilla, pero cuando iba a cerrarle la segunda en la otra muñeca, Pepita le dio un pisotón, logró que le soltara una mano, se volvió empuñando la lámpara de la mesita, que era de cerámica, y la estrelló contra su cabeza. Ramiro gritó de dolor y la soltó. Pepita corrió, pasando por encima de los cadáveres de sus padres que yacían en medio de un gran charco de sangre; cruzó el jardín, abrió  el portón de hierro, salió y lo cerró tras ella con dos vueltas de llave. Ya se creía libre cuando su carrera se vio de golpe frenada: se le había enganchado en los hierros la manilla de las esposas que le colgaba de la muñeca. Ramiro, la cazó al vuelo y la cerró sobre un barrote, esposándola a la verja.
-Creías que te ibas a escapar, ¿eh? ¡¡Ja,ja,ja,ja!!
La risa de Ramiro sonaba lúgubre en medio de la noche. Era la risa de un perturbado.
Ahora estaban separados por la verja y el portón cerrado con llave. Pero no importaba, Ramiro no paraba de reír: allí estaba la escalera esperándole, sólo tenía que salir del mismo modo que había entrado. Ella no podía escapar. Subió despacio y se acomodó arriba, con cuidado de no herirse en los remates afilados de los hierros. Alzó la escalera y la pasó al exterior. La luna salió de detrás de la nube y le iluminó, Ramiro, haciendo equilibrio en lo alto de la verja, miró a la luna e inició uno de sus aullidos lobunos. Tenía un pie entre los barrotes y el otro en el último peldaño de la escalera. Y de pronto, Pepita dio una violenta sacudida a la verja, aquel remedo de aullido se  interrumpió de golpe y se transformó en un grito espeluznante que rebotó por todo el valle. Pepita alzó la vista y le vio tumbado boca abajo sobre los hierros, mirándola con ojos desorbitados. Dos lanzas puntiagudas se hundían en su pecho y la verja se iba tiñendo de rojo con su sangre. La luna corría a ocultarse  detrás de la nube, o quizá era la nube la que corría, y Pepita, encadenada al portón, ocultó la cara entre las manos temblando horrorizada.
Así fue como los encontró Eduardo, cuando llegó silenciosamente en su coche, con las luces apagadas para evitar los ladridos del perro. Él mismo me lo contó muchos años después al calor de la chimenea, mientras Pepita nos servía unos vasos de vino.

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