Ramiro
el Lobo
I
Ramiro C. J. alias El Lobo, nunca había sido un
chico pendenciero hasta que se enamoró de Pepita, la hija de don Pedro, su
patrón. Es cierto que a veces, en las noches de luna llena, se asomaba a la
ventana y aullaba como un lobo y que, a veces, los perros le respondían desde
distintos rincones del pueblo y que esta murga a la una de la mañana resultaba
un poco molesta, pero nunca llegaba a
ser insoportable. Los vecinos le tomaban a chirigota. Pero una tarde, en el
bar, se enteró de que Eduardo, un joven poeta que recitaba poemas subversivos
en la Casa del Pueblo, se veía con Pepita a escondidas de don Pedro. Ramiro
montó en cólera y, después de una breve pero violenta discusión con Eduardo,
profirió un aullido terrible y de un mordisco le arrancó una oreja al poeta.
La noticia del mordisco se extendió como la pólvora
por toda la comarca y llegó a oídos de don Pedro.
Don Pedro era un rico ganadero y su hacienda la
mayor y mejor situada del pueblo. La mansión que se había hecho construir en su
finca semejaba un castillo inexpugnable. Era de todo punto impensable que
aceptara a ninguno de los dos rivales como pretendientes de su hija. A Ramiro
le despidió en el acto, sin pagarle el último mes de trabajo; respecto al poeta
desorejado, el hacendado amenazó a su hija con meterla en un convento si volvía
a hablar con él. Para más seguridad, sólo le permitía salir del castillo
acompañada de su madre o de él mismo. Pero ni las amenazas ni la privación de
libertad lograron que la joven le obedeciera. Luchar contra el amor con el despotismo
como arma principal, es como amenazar a la luna con un tirachinas.
Una tarde, pasaba Eduardo por delante del escaparate
de un comercio cuando oyó un susurro a su espalda:
-¡Eduar!
Se volvió y
vio a Pepita que se acercaba diciendo:
-Déjame ver que te hizo Ramiro,
ese animal, –él apartó el pelo, dejándole ver el vendaje que tapaba el lugar
donde antes tenía la oreja y ella exclamó compungida-: ¡Oh!, ¿cómo puede haber
en el mundo seres tan salvajes? –Luego, tras una pausa muy breve, continuó-: Mi
madre se está probando un vestido ahí dentro y en cuanto salga del probador y
note mi ausencia saldrá a buscarme; ¡pero tenía tantas ganas de verte!
-Yo también tenía muchas ganas
de verte. Te esperé muchas veces en nuestro escondite del bosque…
-Espérame allí esta noche a las
once. Tan pronto esté segura de que mi madre se ha dormido me reuniré contigo.
-¿Y tu padre?
-Mi padre está de viaje. –Pepita
no pudo disimular su tristeza al añadir-: Tengo que irme ya.
-Sí, vete, no quiero que te
riñan por mi culpa.
-Adiós, mi amor. Hasta la noche.
Caminando con la cabeza
inclinada, Pepita entró de nuevo en el comercio y desde allí le miró a través
de la luna del escaparate.
La últimas horas de la tarde se
le hicieron eternas a Eduardo pero, poco a poco, la noche fue llegando y, por
fin, a las once y media, Pepita salió de su casa y se acercó al coche, que
esperaba a cincuenta metros de la entrada, oculto entre los árboles del bosque
con las luces apagadas. Al verla llegar, Eduardo le abrió la puerta y exclamó
en voz baja:
-Buenas noches, mi vida; pensé
que ya no vendrías.
-Siento haberte hecho esperar.
Hoy, mi madre tardó mucho en dormirse. Le llevé una copita de anís y hasta un
poema le leí, de Rubén Darío.
-Deberías haberle leído uno mío.
-Quería dormirla, no excitar su
fantasía.
Pepita se estremeció y Eduardo
la estrechó en sus brazos.
-Pero sí estás temblando, mi
amor –exclamó.
-Está la noche algo fresquita.
-Apriétate bien a mí que yo te
daré calor.
Se abrazaron, se desnudaron en medio de la
oscuridad, se taparon con una manta y se amaron como la primera vez,
conscientes de que su relación tenía un futuro tan incierto que, aquél, bien
podría ser su último encuentro.
Luego, Pepita hizo dos cosas: consultó
su reloj y miró al cielo a través de la ventanilla. El reloj indicaba las tres,
la luna estaba en cuarto creciente.
-Cariño, tengo que irme.
-¿Ya quieres abandonarme?
-Ojalá no tuviera que hacerlo, pero
ya bastante he tentando a la suerte.
-Yo vendré aquí a diario y en el
agujero del roble te dejaré mis cartas y mis poemas. Si puedes venir de vez en
cuando y dejarme una respuesta, ése será nuestro sistema de comunicación y tal
vez así logremos concertar otro encuentro.
Ramiro, había jurado en el bar que mataría a Don
Pedro y secuestraría a Pepita. Nadie le hizo caso excepto la dueña que,
enamorada de Eduardo, veía en el Lobo a un posible aliado.
Un mes después del incidente de la oreja, estando
solos la dueña del bar y él, ella le informó de las últimas noticias:
-Pepita y Eduardo han estado viéndose en secreto y
un amigo del poeta me ha dicho que mañana se encontrarán los dos muy temprano
en la estación del tren para viajar, con nombres falsos, a algún lugar remoto
donde nadie pueda encontrarles.
-¿En el tren? ¡Pero si Eduardo tiene coche!
-Si viajaran en el coche de él los encontrarían
enseguida, cabeza hueca.
-¡Eh, eh, sin faltar! ¿Quién te ha contado todo eso?
-Se dice el pecado pero no el pecador.
-¡Mataré a Eduardo, a ese hijo de puta!
Ramiro se había puesto rojo de ira. Bebió la cerveza
de un trago y salió precipitadamente del bar.
“Ha llegado el momento,” se dijo
a sí mismo “Esta noche voy a raptarla, aunque para ello tenga que matar a su
padre, al poeta y a todo el que se cruce en mi camino.”
Continuará.
Continuará.
Muy bueno, Ricardo.. ver cómo sigue.
ResponderEliminarSaludos.
Muchas gracias; ya tienes la segunda parte; espero que te guste.
ResponderEliminarSuludos.