lunes, 17 de diciembre de 2012

Ramiro el Lobo

Amigo/a visitante: Bien están los microrelatos y la poesía, pero a veces intentar un pequeño cambio de estilo puede resultar tan refrescante como cambiar de paisaje. Por eso hoy quiero ofrecerte la primera parte de un relato de "terror" Relato que tendrá su continuación mañana o pasado.


Ramiro el Lobo
I
Ramiro C. J. alias El Lobo, nunca había sido un chico pendenciero hasta que se enamoró de Pepita, la hija de don Pedro, su patrón. Es cierto que a veces, en las noches de luna llena, se asomaba a la ventana y aullaba como un lobo y que, a veces, los perros le respondían desde distintos rincones del pueblo y que esta murga a la una de la mañana resultaba un poco  molesta, pero nunca llegaba a ser insoportable. Los vecinos le tomaban a chirigota. Pero una tarde, en el bar, se enteró de que Eduardo, un joven poeta que recitaba poemas subversivos en la Casa del Pueblo, se veía con Pepita a escondidas de don Pedro. Ramiro montó en cólera y, después de una breve pero violenta discusión con Eduardo, profirió un aullido terrible y de un mordisco le arrancó una oreja al poeta.
La noticia del mordisco se extendió como la pólvora por toda la comarca y llegó a oídos de don Pedro.
Don Pedro era un rico ganadero y su hacienda la mayor y mejor situada del pueblo. La mansión que se había hecho construir en su finca semejaba un castillo inexpugnable. Era de todo punto impensable que aceptara a ninguno de los dos rivales como pretendientes de su hija. A Ramiro le despidió en el acto, sin pagarle el último mes de trabajo; respecto al poeta desorejado, el hacendado amenazó a su hija con meterla en un convento si volvía a hablar con él. Para más seguridad, sólo le permitía salir del castillo acompañada de su madre o de él mismo. Pero ni las amenazas ni la privación de libertad lograron que la joven le obedeciera. Luchar contra el amor con el despotismo como arma principal, es como amenazar a la luna con un tirachinas.
Una tarde, pasaba Eduardo por delante del escaparate de un comercio cuando oyó un susurro a su espalda:
-¡Eduar!
Se volvió y  vio a Pepita que se acercaba diciendo:
-Déjame ver que te hizo Ramiro, ese animal, –él apartó el pelo, dejándole ver el vendaje que tapaba el lugar donde antes tenía la oreja y ella exclamó compungida-: ¡Oh!, ¿cómo puede haber en el mundo seres tan salvajes? –Luego, tras una pausa muy breve, continuó-: Mi madre se está probando un vestido ahí dentro y en cuanto salga del probador y note mi ausencia saldrá a buscarme; ¡pero tenía tantas ganas de verte!
-Yo también tenía muchas ganas de verte. Te esperé muchas veces en nuestro escondite del bosque…
-Espérame allí esta noche a las once. Tan pronto esté segura de que mi madre se ha dormido me reuniré contigo.
-¿Y tu padre?
-Mi padre está de viaje. –Pepita no pudo disimular su tristeza al añadir-: Tengo que irme ya.
-Sí, vete, no quiero que te riñan por mi culpa.
-Adiós, mi amor. Hasta la noche.
Caminando con la cabeza inclinada, Pepita entró de nuevo en el comercio y desde allí le miró a través de la luna del escaparate.
La últimas horas de la tarde se le hicieron eternas a Eduardo pero, poco a poco, la noche fue llegando y, por fin, a las once y media, Pepita salió de su casa y se acercó al coche, que esperaba a cincuenta metros de la entrada, oculto entre los árboles del bosque con las luces apagadas. Al verla llegar, Eduardo le abrió la puerta y exclamó en voz baja:
-Buenas noches, mi vida; pensé que ya no vendrías.
-Siento haberte hecho esperar. Hoy, mi madre tardó mucho en dormirse. Le llevé una copita de anís y hasta un poema le leí, de Rubén Darío.
-Deberías haberle leído uno mío.
-Quería dormirla, no excitar su fantasía.
Pepita se estremeció y Eduardo la estrechó en sus brazos.
-Pero sí estás temblando, mi amor –exclamó.
-Está la noche algo fresquita.
-Apriétate bien a mí que yo te daré calor.
 Se abrazaron, se desnudaron en medio de la oscuridad, se taparon con una manta y se amaron como la primera vez, conscientes de que su relación tenía un futuro tan incierto que, aquél, bien podría ser su último encuentro.
Luego, Pepita hizo dos cosas: consultó su reloj y miró al cielo a través de la ventanilla. El reloj indicaba las tres, la luna estaba en cuarto creciente.
-Cariño, tengo que irme.
-¿Ya quieres abandonarme?
-Ojalá no tuviera que hacerlo, pero ya bastante he tentando a la suerte.
-Yo vendré aquí a diario y en el agujero del roble te dejaré mis cartas y mis poemas. Si puedes venir de vez en cuando y dejarme una respuesta, ése será nuestro sistema de comunicación y tal vez así logremos concertar otro encuentro.

Ramiro, había jurado en el bar que mataría a Don Pedro y secuestraría a Pepita. Nadie le hizo caso excepto la dueña que, enamorada de Eduardo, veía en el Lobo a un posible aliado.
Un mes después del incidente de la oreja, estando solos la dueña del bar y él, ella le informó de las últimas noticias:
-Pepita y Eduardo han estado viéndose en secreto y un amigo del poeta me ha dicho que mañana se encontrarán los dos muy temprano en la estación del tren para viajar, con nombres falsos, a algún lugar remoto donde nadie pueda encontrarles.
-¿En el tren? ¡Pero si Eduardo tiene coche!
-Si viajaran en el coche de él los encontrarían enseguida, cabeza hueca.
-¡Eh, eh, sin faltar! ¿Quién te ha contado todo eso?
-Se dice el pecado pero no el pecador.
-¡Mataré a Eduardo, a ese hijo de puta!
Ramiro se había puesto rojo de ira. Bebió la cerveza de un trago y salió precipitadamente del bar.
“Ha llegado el momento,” se dijo a sí mismo “Esta noche voy a raptarla, aunque para ello tenga que matar a su padre, al poeta y a todo el que se cruce en mi camino.”

Continuará.

2 comentarios:

  1. Muy bueno, Ricardo.. ver cómo sigue.
    Saludos.

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  2. Muchas gracias; ya tienes la segunda parte; espero que te guste.
    Suludos.

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