domingo, 14 de diciembre de 2014

La chica de la curva

Hola: Éste, amigo/a lector/a, no es el relato que prometí traer aquí. Ese lo pondré en unos días. Mientras tanto, os invitó a leer esto. ¿Qué es esto? Esto es el comienzo de una historia eroticoromanticahumorística que constará de cuatro o cinco capítulos, que aparecerán en este blog según vayan saliendo del horno. Buen provecho.


La chica de la curva. Año 1956
Abel tenía entonces trece años y una vieja bicicleta que era su medio de transporte. En ella, se desplazaba por toda la Cuenca minera y, en verano, casi todos los  sábados visitaba a sus abuelos maternos, que vivían a veinte kilómetros en una aldea en plena montaña.  Abel empujaba los pedales con brío por una carretera  estrecha, sinuosa, sembrada de baches y bastante cuesta arriba, pero él sabía que el esfuerzo de la subida tenía su compensación en el momento de regresar, cuando la abuela, después de darle un beso, le metía un billete de veinticinco pesetas en el bolsillo.
A veces el abuelo le despedía levantando una mano desde la puerta de la cuadra. Le veía montar en la bicicleta y lanzarse cuesta abajo a toda velocidad y rezongaba: “Verás que hostia se va a dar cualquier día.” Pero Abel se sentía tan seguro encima de su bici, que era capaz de dar veinte vueltas a la plazoleta del pueblo sin tocar el manillar.
El último sábado del mes de julio, sin embargo, el vaticinio del abuelo se cumplió. Era la hora de la siesta, Abel bajaba temprano porque le esperaban sus amigos para jugar al fútbol. Los termómetros marcaban veintisiete grados a la sombra y el aire, que le azotaba el pecho y la cara, le traía olores del bosque y de la hierba recién segada, provocándole una intensa sensación de placer. Conocía de memoria cada curva y además sabía que era muy raro encontrarse con un coche por aquellos parajes alejados de la civilización. Así que se fue confiando y aflojando el freno.
Lo que no pudo prever fue que con la lluvia, que había caído unas horas antes a modo de chaparrón, el agua había cruzado la carretera a la entrada de una curva y había   dejado un rastro de arena y piedras.
Al alcanzarlo, la bicicleta derrapó y, tras hacer unas cuantas eses, tuvo la mala suerte de toparse con una chica que venía por la orilla con una bolsa de plástico llena  de ciruelas. La encontró en medio de la curva, cuando toda su atención se concentraba en el intento de no perder el equilibrio y por querer esquivarla, fue a aterrizar en el fango de la cuneta.
Ella empezó a dar ayes.
-¡Ay madre! ¡Ay, ay, ay! –Echó las manos a la cabeza y, dejando la bolsa en el suelo, acudió en su auxilio--. ¿Te has roto algo? –preguntó con cara de susto.
Abel se limitó a gruñir, concentrado en contemplar el desastre y en sacudir con rabia el barro que chorreaba de sus bermudas. Cuando, por fin, la miró, le pareció bastante guapa, circunstancia que le indujo a reprimir un poco su enfado.  
Era, probablemente un año mayor que él, morena, de pelo largo y unos ojos negros que en aquel momento, mientras le tendía la mano para ayudarle a salir de la cuneta, le parecieron inmensos. Supo que se había puesto colorado como un tomate, así que apartó la mirada y la fijó de nuevo en la bici.
-¡Te has hecho daño! –dijo ella señalándole una herida que tenía en una rodilla.
-¡Mierda! –exclamó él al ver la sangre.
-Oye, conmigo no te enfades que yo no tuve la culpa.
-Claro que la tuviste. Si subieras por aquel lado –señaló Abel la otra orilla de la carretera-, no nos habríamos tropezado.
-Ya venías tambaleándote. Además, yo estoy en el lado correcto, ¿no sabes que en carretera los peatones circulan por la izquierda?
-Esa norma aquí no vale.
-¿Por qué no vale?
-Porque no tía, porque esta es una carretera muy estrecha, con curvas muy cerradas y si viene un coche, antes de que pueda verte ya te llevó por delante. Aquí lo que hay que ir siempre es por donde te vean bien y pasar del puto rollo de la izquierda y la derecha.
-Tu rodilla sangra bastante. Hay que lavar esa herida y ponerle una tirita o algo.
-Déjala, ya parará de sangrar.
-¿Cómo que déjala? ¿Quieres desangrarte? Mi casa está cerca. Ven conmigo y te pongo una venda.
-Gracias, pero tengo un poco de prisa. Me esperan para un partido de fútbol.
-¿Has visto como está esa rueda?
Se habían roto dos radios de la rueda delantera y ésta rozaba en la horquilla. Tirando de ella, Abel logró centrarla.
-Ya está –dijo. Montó en la bicicleta y apenas recorrió dos metros la rueda se atravesó de nuevo. Desmontó y miró a la chica con el ceño fruncido. Ella sonreía.
-¿De qué te ríes? –le reprochó.
-No me estoy riendo; pero, tampoco pretendas que me ponga a llorar; el que tiene un problema eres tú.
-Es sólo una tuerca que se aflojó.
-Si vienes conmigo le pedimos a mi padre una llave y de paso te pongo una tirita en la rodilla, ¿vale?
Abel se forzó a mirarla de nuevo. Ella se había puesto seria y le miraba esperando pacientemente a que se decidiera. Él enderezó de nuevo la rueda y preguntó:
-¿Cuánto hay de aquí a tu casa?
-Menos de un kilómetro. ¿Vienes, o no?
-Sí, claro. Iré a ver si tu padre tiene con qué apretar esa tuerca.
Echaron a andar, carretera arriba. Ella metió la mano en la bolsa, sacó dos ciruelas y se las ofreció a Abel.
-¿Quieres?
Él cogió una.
-Me llamo Noelia, ¿Y tú?
- Abel.
-A lo mejor conozco a tu madre, ¿cómo se llama?
-Irene.
-¿Irene? Entonces tú... ¿eres el nieto de Rosaura?
-Sí, ¿la conoces?
-Mi madre le hizo vestidos a tu abuela, es modista.
Tomaron un desvío a la izquierda, un camino empinado que discurría casi en su totalidad a la sombra de los castaños. A medida que se acercaban,  Abel empezó a acortar el paso y por dos o tres veces tuvo la tentación de darse la vuelta.
-¿Qué pasa, tienes miedo? –inquirió Noelia.
-¿Miedo, de qué? Es la bici que rueda muy mal.
La casa de Noelia era la primera del pueblo; se alzaba dentro de una finca, rodeada de árboles frutales, en su mayoría manzanos. Entre los árboles había un huerto y delante de la casa un diminuto jardín con rosales, camelias y otras plantas cuyo nombre Abel desconocía.
No había nadie en casa. Después de llamar a gritos a sus padres sin obtener respuesta, Noelia le señaló la puerta del cuarto de baño y le dijo:
-Quítate los pantalones y lávate, ahí dentro.
Abel se encerró en el baño, que olía a perfume femenino, pero al minuto Noelia llamó a la puerta con los nudillos.
-¿Qué quieres?
-Los pantalones.
-¿Para qué?
-¿Para qué? ¿Tendré que limpiártelos un poco, no te parece?
-Ya los limpio yo.
-Déjate de tonterías y dámelos.
Nuestro amigo sacó un brazo por la puerta entreabierta con los bermudas colgando de la mano, mientras, por la rendija, alcanzó a ver una sonrisa burlona bailando en los labios de Noelia.
Dos minutos después:
-¡Abel! ¡Sal, que te cure la herida, tío!
De nuevo asomó Abel el brazo por la rendija de la puerta.
-Dame los pantalones.
-Están mojados. Los estoy secando con el secador del pelo, pero hay que esperar un poco. Ven que te cure la rodilla mientras tanto.
-De eso nada, monada; yo sin los pantalones no salgo. ¿Quieres que lleguen tus padres y me pillen en calzoncillos?
-¿Qué tiene de malo que te pillen en calzoncillos? Les contamos lo que pasó y ya está.
-Que no, que no salgo así.
-Bueno, allá tú. Esperaremos a que se sequen un poco más.
Un minuto:
-¡Abel!
-Sí. ¿Ya están?
- Todavía no. Es que necesito entrar urgentemente.
-Pues dámelos como estén.
-No puedo esperar. Sal un minuto, por favor, que me meo.
Salió, colorado como un tomate, con una mano en la rodilla, intentando contener la hemorragia con un gurullo de papel higiénico. Ella miró de refilón sus calzoncillos, estampados con dibujos de chimpancés. Sonrió. Le cogió con fuerza del brazo y le llevó casi arrastras hasta una silla donde le obligó a sentarse, luego fue a un armario y volvió con vendas y dos frascos, uno de alcohol yodado y otro de agua oxigenada.
-¿Tú no decías que te estabas meando?
-Se me quitaron las ganas.
-Tramposa.
Noelia se arrodilló delante de el para lavarle la herida. Sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo, dijo, aguantando la risa:
-Tus calzoncillos son una monada.
Abel no contestó. Noelia, por su posición, le estaba mostrando el escote y las dos peras en dulce que eran sus pechos atraían su mirada como dos imanes y, para mayor tortura, las manos de seda de Noelia le hacían cosquillas en la rodilla. Su corazón se aceleró, los chimpancés se agitaron y donde había un valle creció un montículo con un mono encaramado en la cumbre; de nada sirvió que Abel intentara fijar la mirada en un maniquí que había cerca de la ventana; el mono seguía haciendo equilibrios en la cima de la colina. Y entonces ocurrió algo terrible: Noelia fijó la venda en la rodilla con esparadrapo, alzó la cabeza y Abel observó perplejo que se había puesto pálida. Abel pensó que no era para ponerse así; su erección fue involuntaria. Ella se incorporó diciendo que iba a  buscarle los bermudas y de pronto se desplomó y cayó muerta, tendida tan larga como era en medio de la estancia. Abel, asustado se acercó, la llamó, la zarandeó un poco, temblando intentó comprobar si respiraba  y  cuando estaba tomándole el pulso, irrumpieron en la sala, cual testigos de su delito, un hombre y una mujer. Abel miró hacia la puerta de la calle y luego a la ventana, calculando qué posibilidades tendría de escapar de allí y concluyó que no tenía ninguna posibilidad: el hombre, bastante fuerte, estaba muy cerca de la puerta y la ventana estaba protegida por una verja.
 La mujer se acercó a Noelia que, afortunadamente, acababa de "resucitar" y la ayudó a incorporarse.
-¿Qué les pasó a tus pantalones? –preguntó el hombre a Abel, en un tono que le pareció muy poco amistoso.
-Es que me caí de la bici –balbuceó éste, mientras intentaba ponerse los bermudas.
-¿Cómo dices?
Abel se debatía entre el pánico y la vergüenza de verse en calzoncillos, en una casa extraña, delante de tres personas a las que no conocía.
-No te asustes, son mis padres –dijo Noelia.
-A ver; estoy esperando que uno de los dos me explique qué pasó aquí.
-Se cayó a la cuneta, por no chocar conmigo, y llenó los pantalones de barro –le explicó Noelia-. Le dije que se los quitara para limpiárselos un poco y de paso curarle la herida que se hizo en la rodilla.
-Yo a ti te conozco. ¿Tú no eres el nieto de Rosaura?, –dijo la madre de Noelia. Abel asintió– Recuerdo haberte visto en casa de tu abuela. No te asustes por lo de Noelia; no fue nada, es sólo que cuando está mala, o si hace mucho calor, le baja la presión arterial y a veces le dan mareos.
-Se le ha estropeado la bici –dijo Noelia-. Papá, échale un vistazo a ver si puedes arreglársela, ¿quieres?


Fin del primer capítulo.

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