Hola:
Éste, amigo/a lector/a, no es el relato que prometí traer aquí. Ese lo pondré
en unos días. Mientras tanto, os invitó a leer esto. ¿Qué es esto? Esto es el
comienzo de una historia eroticoromanticahumorística que constará de cuatro o
cinco capítulos, que aparecerán en este blog según vayan saliendo del horno.
Buen provecho.
La
chica de la curva. Año 1956
Abel tenía entonces trece años y una
vieja bicicleta que era su medio de transporte. En ella, se desplazaba por toda
la Cuenca minera y, en verano, casi todos los
sábados visitaba a sus abuelos maternos, que vivían a veinte kilómetros
en una aldea en plena montaña. Abel
empujaba los pedales con brío por una carretera estrecha, sinuosa, sembrada de baches y
bastante cuesta arriba, pero él sabía que el esfuerzo de la subida tenía su compensación
en el momento de regresar, cuando la abuela, después de darle un beso, le metía
un billete de veinticinco pesetas en el bolsillo.
A veces el abuelo le despedía
levantando una mano desde la puerta de la cuadra. Le veía montar en la bicicleta
y lanzarse cuesta abajo a toda velocidad y rezongaba: “Verás que hostia se va a
dar cualquier día.” Pero Abel se sentía tan seguro encima de su bici, que era
capaz de dar veinte vueltas a la plazoleta del pueblo sin tocar el manillar.
El último sábado del mes de julio, sin
embargo, el vaticinio del abuelo se cumplió. Era la hora de la siesta, Abel
bajaba temprano porque le esperaban sus amigos para jugar al fútbol. Los
termómetros marcaban veintisiete grados a la sombra y el aire, que le azotaba
el pecho y la cara, le traía olores del bosque y de la hierba recién segada,
provocándole una intensa sensación de placer. Conocía de memoria cada curva y además
sabía que era muy raro encontrarse con un coche por aquellos parajes alejados
de la civilización. Así que se fue confiando y aflojando el freno.
Lo que no pudo prever fue que con la
lluvia, que había caído unas horas antes a modo de chaparrón, el agua había
cruzado la carretera a la entrada de una curva y había dejado
un rastro de arena y piedras.
Al alcanzarlo, la bicicleta derrapó y,
tras hacer unas cuantas eses, tuvo la mala suerte de toparse con una chica que
venía por la orilla con una bolsa de plástico llena de ciruelas. La encontró en medio de la curva,
cuando toda su atención se concentraba en el intento de no perder el equilibrio
y por querer esquivarla, fue a aterrizar en el fango de la cuneta.
Ella empezó a dar ayes.
-¡Ay madre! ¡Ay, ay, ay! –Echó las
manos a la cabeza y, dejando la bolsa en el suelo, acudió en su auxilio--. ¿Te
has roto algo? –preguntó con cara de susto.
Abel se limitó a gruñir, concentrado
en contemplar el desastre y en sacudir con rabia el barro que chorreaba de sus
bermudas. Cuando, por fin, la miró, le pareció bastante guapa, circunstancia
que le indujo a reprimir un poco su enfado.
Era, probablemente un año mayor que
él, morena, de pelo largo y unos ojos negros que en aquel momento, mientras le
tendía la mano para ayudarle a salir de la cuneta, le parecieron inmensos. Supo
que se había puesto colorado como un tomate, así que apartó la mirada y la fijó
de nuevo en la bici.
-¡Te has hecho daño! –dijo ella
señalándole una herida que tenía en una rodilla.
-¡Mierda! –exclamó él al ver la
sangre.
-Oye, conmigo no te enfades que yo no
tuve la culpa.
-Claro que la tuviste. Si subieras por
aquel lado –señaló Abel la otra orilla de la carretera-, no nos habríamos
tropezado.
-Ya venías tambaleándote. Además, yo
estoy en el lado correcto, ¿no sabes que en carretera los peatones circulan por
la izquierda?
-Esa norma aquí no vale.
-¿Por qué no vale?
-Porque no tía, porque esta es una
carretera muy estrecha, con curvas muy cerradas y si viene un coche, antes de
que pueda verte ya te llevó por delante. Aquí lo que hay que ir siempre es por
donde te vean bien y pasar del puto rollo de la izquierda y la derecha.
-Tu rodilla sangra bastante. Hay que
lavar esa herida y ponerle una tirita o algo.
-Déjala, ya parará de sangrar.
-¿Cómo que déjala? ¿Quieres
desangrarte? Mi casa está cerca. Ven conmigo y te pongo una venda.
-Gracias, pero tengo un poco de prisa.
Me esperan para un partido de fútbol.
-¿Has visto como está esa rueda?
Se habían roto dos radios de la rueda delantera
y ésta rozaba en la horquilla. Tirando de ella, Abel logró centrarla.
-Ya está –dijo. Montó en la bicicleta
y apenas recorrió dos metros la rueda se atravesó de nuevo. Desmontó y miró a
la chica con el ceño fruncido. Ella sonreía.
-¿De qué te ríes? –le reprochó.
-No me estoy riendo; pero, tampoco
pretendas que me ponga a llorar; el que tiene un problema eres tú.
-Es sólo una tuerca que se aflojó.
-Si vienes conmigo le pedimos a mi
padre una llave y de paso te pongo una tirita en la rodilla, ¿vale?
Abel se forzó a mirarla de nuevo. Ella
se había puesto seria y le miraba esperando pacientemente a que se decidiera.
Él enderezó de nuevo la rueda y preguntó:
-¿Cuánto hay de aquí a tu casa?
-Menos de un kilómetro. ¿Vienes, o no?
-Sí, claro. Iré a ver si tu padre
tiene con qué apretar esa tuerca.
Echaron a andar, carretera arriba.
Ella metió la mano en la bolsa, sacó dos ciruelas y se las ofreció a Abel.
-¿Quieres?
Él cogió una.
-Me llamo Noelia, ¿Y tú?
- Abel.
-A lo mejor conozco a tu madre, ¿cómo
se llama?
-Irene.
-¿Irene? Entonces tú... ¿eres el nieto
de Rosaura?
-Sí, ¿la conoces?
-Mi madre le hizo vestidos a tu
abuela, es modista.
Tomaron un desvío a la izquierda, un
camino empinado que discurría casi en su totalidad a la sombra de los castaños.
A medida que se acercaban, Abel empezó a
acortar el paso y por dos o tres veces tuvo la tentación de darse la vuelta.
-¿Qué pasa, tienes miedo? –inquirió
Noelia.
-¿Miedo, de qué? Es la bici que rueda
muy mal.
La casa de Noelia era la primera del
pueblo; se alzaba dentro de una finca, rodeada de árboles frutales, en su
mayoría manzanos. Entre los árboles había un huerto y delante de la casa un diminuto
jardín con rosales, camelias y otras plantas cuyo nombre Abel desconocía.
No había nadie en casa. Después de
llamar a gritos a sus padres sin obtener respuesta, Noelia le señaló la puerta
del cuarto de baño y le dijo:
-Quítate los pantalones y lávate, ahí
dentro.
Abel se encerró en el baño, que olía a
perfume femenino, pero al minuto Noelia llamó a la puerta con los nudillos.
-¿Qué quieres?
-Los pantalones.
-¿Para qué?
-¿Para qué? ¿Tendré que limpiártelos
un poco, no te parece?
-Ya los limpio yo.
-Déjate de tonterías y dámelos.
Nuestro amigo sacó un brazo por la
puerta entreabierta con los bermudas colgando de la mano, mientras, por la
rendija, alcanzó a ver una sonrisa burlona bailando en los labios de Noelia.
Dos minutos después:
-¡Abel! ¡Sal, que te cure la herida,
tío!
De nuevo asomó Abel el brazo por la
rendija de la puerta.
-Dame los pantalones.
-Están mojados. Los estoy secando con
el secador del pelo, pero hay que esperar un poco. Ven que te cure la rodilla
mientras tanto.
-De eso nada, monada; yo sin los
pantalones no salgo. ¿Quieres que lleguen tus padres y me pillen en
calzoncillos?
-¿Qué tiene de malo que te pillen en
calzoncillos? Les contamos lo que pasó y ya está.
-Que no, que no salgo así.
-Bueno, allá tú. Esperaremos a que se
sequen un poco más.
Un minuto:
-¡Abel!
-Sí. ¿Ya están?
- Todavía no. Es que necesito entrar
urgentemente.
-Pues dámelos como estén.
-No puedo esperar. Sal un minuto, por
favor, que me meo.
Salió, colorado como un tomate, con
una mano en la rodilla, intentando contener la hemorragia con un gurullo de
papel higiénico. Ella miró de refilón sus calzoncillos, estampados con dibujos de
chimpancés. Sonrió. Le cogió con fuerza del brazo y le llevó casi arrastras
hasta una silla donde le obligó a sentarse, luego fue a un armario y volvió con
vendas y dos frascos, uno de alcohol yodado y otro de agua oxigenada.
-¿Tú no decías que te estabas meando?
-Se me quitaron las ganas.
-Tramposa.
Noelia se arrodilló delante de el para
lavarle la herida. Sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo, dijo, aguantando
la risa:
-Tus calzoncillos son una monada.
Abel no contestó. Noelia, por su
posición, le estaba mostrando el escote y las dos peras en dulce que eran sus
pechos atraían su mirada como dos imanes y, para mayor tortura, las manos de
seda de Noelia le hacían cosquillas en la rodilla. Su corazón se aceleró, los
chimpancés se agitaron y donde había un valle creció un montículo con un mono
encaramado en la cumbre; de nada sirvió que Abel intentara fijar la mirada en
un maniquí que había cerca de la ventana; el mono seguía haciendo equilibrios
en la cima de la colina. Y entonces ocurrió algo terrible: Noelia fijó la venda
en la rodilla con esparadrapo, alzó la cabeza y Abel observó perplejo que se
había puesto pálida. Abel pensó que no era para ponerse así; su erección fue involuntaria. Ella se incorporó diciendo que iba a buscarle los bermudas y de pronto se desplomó
y cayó muerta, tendida tan larga como era en medio de la estancia. Abel,
asustado se acercó, la llamó, la zarandeó un poco, temblando intentó comprobar si
respiraba y cuando estaba tomándole el pulso, irrumpieron
en la sala, cual testigos de su delito, un hombre y una mujer. Abel miró hacia la puerta de la calle y luego
a la ventana, calculando qué posibilidades tendría de escapar de allí y
concluyó que no tenía ninguna posibilidad: el hombre, bastante fuerte, estaba
muy cerca de la puerta y la ventana estaba protegida por una verja.
La mujer se acercó a Noelia que,
afortunadamente, acababa de "resucitar" y la ayudó a incorporarse.
-¿Qué les pasó a tus pantalones? –preguntó
el hombre a Abel, en un tono que le pareció muy poco amistoso.
-Es que me caí de la bici –balbuceó éste,
mientras intentaba ponerse los bermudas.
-¿Cómo dices?
Abel se debatía entre el pánico y la
vergüenza de verse en calzoncillos, en una casa extraña, delante de tres
personas a las que no conocía.
-No te asustes, son mis padres –dijo Noelia.
-A ver; estoy esperando que uno de los
dos me explique qué pasó aquí.
-Se cayó a la cuneta, por no chocar conmigo,
y llenó los pantalones de barro –le explicó Noelia-. Le dije que se los quitara
para limpiárselos un poco y de paso curarle la herida que se hizo en la
rodilla.
-Yo a ti te conozco. ¿Tú no eres el
nieto de Rosaura?, –dijo la madre de Noelia. Abel asintió– Recuerdo haberte
visto en casa de tu abuela. No te asustes por lo de Noelia; no fue nada, es sólo
que cuando está mala, o si hace mucho calor, le baja la presión arterial y a
veces le dan mareos.
-Se le ha estropeado la bici –dijo Noelia-.
Papá, échale un vistazo a ver si puedes arreglársela, ¿quieres?
Fin del primer capítulo.
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