Amigo/a lector/a, si has leído La chica de la curva, a lo mejor quieres saber cómo continúa. Éste
es el segundo capítulo. Si no has leído La chica de la curva y quieres
leerla, porque no tienes nada mejor que hacer, la encontrarás aquí, más abajo.
II
El cura nuevo
Aquel
año de mil novecientos cincuenta y seis, por Navidad, Irene y Antonio, los
padres de Abel, decidieron celebrar las fiestas, los tres, en la aldea con los
abuelos.
-¡Qué
asco de vacaciones!, ¡menudo aburrimiento!, –exclamó Abel, mientras preparaba
su mochila. Odiaba la vieja cama plegable con el colchón de lana apelmazada, en
la que tendría que dormir, para dejar a sus padres la única habitación libre
que había en aquella casa.
Por
otra parte, la única expectativa de diversión con la que contaba entre aquellas
montañas, era la fiesta de Noche vieja, que
se celebraría en el local de la escuela del pueblo, con música de tocadiscos y
panderetas.
“¡Ojalá pueda ver algún día a Noelia, por lo
menos!” –pensó.
Cuando
se apearon de la furgoneta que les llevó a la aldea y se presentaron en casa de
la abuela, encontraron a ésta en la
cocina, envuelta en una densa nube de humo, intentando encender el fogón.
Irene, se paró en la puerta y se tapó la boca con la mano para ahogar una
exclamación de repulsa, ante el desorden y la suciedad que invadía cada rincón.
Una gallina andaba por debajo de la mesa, picoteando las migas de pan que había
por el suelo; la abuela se volvió de pronto y le lanzó un palo; la gallina, asustada, se subió a la mesa y la recorrió
cacareando y volcando a su paso una botella de vino, un bote de harina y
un paquete de lentejas.
-¡Condenada
pita!, –exclamó la abuela-. ¡Como la agarre le retuerzo el pescuezo!
La
abuela Rosaura abrazó a los recién llegados, dejándole a Antonio una marca de
hollín en la camisa, que quiso limpiar frotándola con un pico del mandil pero
sólo consiguió hacerla más grande. El
abuelo, con la ayuda de su yerno, devolvió las gallinas al corral y luego ambos
se alejaron en dirección al bar. Abel tuvo que ponerse una funda del abuelo
para ayudar a su madre a hacer limpieza en la cocina.
La Nochebuena pasó
sin pena ni gloria y el día de Navidad, por la mañana, Abel se lavó por partes en un
barreño y se puso su ropa nueva para asistir a misa. No era su fe en Dios quién
le empujaba a la iglesia sino la posibilidad de encontrarse con Noelia y tal
vez poder saludarla. ¡Noelia! ¡Se le aceleraba el corazón sólo con nombrarla!
La había visto una
vez desde el accidente de la bicicleta. Le había pedido que fuera su novia y
ella le dijo que no, aunque endulzó, eso sí, su negativa con una encantadora
sonrisa y dejándole entrever que no debía perder la esperanza, que quizá más
adelante aceptaría, cuando su diferencia de edad no se notara tanto; en aquel
momento ella tenía catorce años y él trece. Enseguida, con esa facilidad que
tienen algunas mujeres para cambiar de tema, empezó a hablarle del cura nuevo;
le dijo que hacía una semana que había
llegado, acompañado de una hermana; que el alcalde les había conseguido una
casa en alquiler y que..., bueno, que muchas vecinas de la parroquia habían
acudido a darles la bienvenida. Una les llevaba una docena de huevos, otra un
queso hecho en casa, otra un pollo o una ristra de chorizos... cada una según
sus posibilidades, pero que, a excepción de su madre, no sabía de ninguna que
se hubiera presentado con las manos vacías. Le dijo también que la hermana del
cura era una jovencita alegre y cantarina, que cantaba a voz en grito, lo mismo
en su casa con las ventanas abiertas que en el coro de la iglesia.
Desde aquel encuentro,
Abel no sabía que pensar de los sentimientos de su amiga hacia él.
El cura nuevo era un
tipo bastante alto y fuerte, de aspecto y ademanes más bien toscos. Más que
cura parecía un sargento con sotana.
Aquel
día, todo el mundo asistió a misa con su mejor vestimenta y el ánimo expectante
para oír cantar a la hermana del cura. Lo primero que hizo Abel al entrar en la
iglesia fue buscar a Noelia con la mirada. Allí estaba, en la segunda fila, muy
atenta a la ceremonia. Lástima que sólo le veía la nuca, con su pelo rizado insinuándose
bajo el velo negro que le cubría la cabeza y los hombros.
A Toño, un amigo de
Abel, le llamó la atención algo que el cura había dejado en un banco lateral
que había junto al altar. Eran tres cosas: una maleta y dos cajas negras algo
más pequeñas, unidas por cables a la maleta.
Llegó el momento del
sermón. Si un meteorito hubiera derribado aquel domingo el campanario, no hubiera armado tanto revuelo como el que armó
el cura con aquel extraño aparato, nunca visto en el pueblo: Algunos feligreses
se miraron sorprendidos al ver que el cura nuevo en lugar de acceder al púlpito,
se disponía a hablarles desde abajo y lo hacía en un estilo coloquial y
campechano. Empezó dándoles las gracias a todos por la amable acogida que le
habían dispensado; dijo que también agradecía, en particular, a cierta vecina piadosa, su esfuerzo por
informarle de todo aquello que ella pensaba que el señor cura debía de saber.
Y como de bien nacidos es ser agradecidos, él quería hacer públicas las
palabras de la devota parroquiana, para
que sirvieran de ejemplo al resto de la congregación. Al llegar a este punto, se
agachó de espaldas a los fieles y empezó a manipular la maleta y las dos cajas
negras. Los feligreses volvieron a mirarse sorprendidos y los amigos de Abel iniciaron un debate sobre la naturaleza del
extraño artefacto:
-¿Qué coño es eso?
–preguntó Tomás.
--Es un tocadiscos,
¿no lo ves? –dijo Toño.
-¿Qué dices?, –replicó Pepín, que era el hijo del maestro y
tenía muchos libros en su casa-. No tienes ni puta idea. Eso es una grabadora.
-¿Una quéee?
De pronto, aquellas cajas negras, que según
Pepín eran altavoces, vibraron y a través de ellas, después de una serie de
ruidos extraños, se oyeron las voces del cura nuevo y de la devota parroquiana,
conocida por todos los vecinos como la Eufrasia, alcanzando todos los rincones
de la iglesia.
-¡Ya se lo qué es eso!
–exclamó Toño casi gritando-. ¡Es un aparato reproductor!
-Pues... sí, más o
menos –concedió Pepín.
-Callaros –dijo
alguien a su lado, y todos se dispusieron a escuchar:
-Seguro que exagera
usted, doña Eufrasia –estaba diciendo el cura, con su voz de cura, algo
distorsionada por los altavoces.
-¿Que exagero? ya,
ya, si yo le contara... pero mejor me callo; ya irá usted viendo de qué pie
cojeamos cada uno. Lo que ocurre es que me dolería que usted y su hermana, que
es tan simpática y tan guapa, no se encontraran a gusto entre nosotros; bien
sabe Dios que no me gusta criticar, pero cuando vi salir de esta casa a (...), -Aquí
la cinta dio un pitido cortando el final de la frase, pitido que se repetiría
cada vez que la Eufrasia intentaba nombrar a alguien.
-Por ahora la puerta
de esta casa está abierta a todo el mundo, doña Eufrasia.
-Ay, no me llame doña,
por Dios. Mire, padre, no hace falta que me lo diga: usted no va a dar de lado
a ninguna feligresa, ya lo sé, pero entre usted y yo, no se fíe de la (...); es
un bicho, créame, es más mala que un dolor de muelas; ella y la hermana, que…
bueno, la hermana siempre va corriendo a coger la primera el cepillo en la
misa, el cestillo de las limosnas, ya me entiende.
-Sí, sí, la entiendo.
¿Y qué hay de malo en ello?
-Pues que le gusta
meter la mano y sacar un puñado pa la faltriquera, según dicen.
-¿Usted la ha visto
hacer eso?
-Yo no pero…
-No se puede acusar a
nadie sin pruebas.
-Usted no las conoce;
lógico, puesto que acaba de llegar. Ya se irá enterando, ya.
-¿De qué, doña
Eufrasia?, ¿de qué tengo que enterarme?
-Mire, pa empezar,
basta con decir que las dos andan peleadas por el hijo del herrero; que conste
que se lo cuento porque no es ningún secreto, todo el pueblo lo sabe, que la (...)
podía respetar un poco más a su marido, que es una vergüenza, que el pobre
hombre es un bendito. Y no le digo más.
-¿Aún hay más?
-¡Qué si hay más,
dice! Sin ir más lejos, ahí enfrente tiene usted a la (…); menuda es ésa
también; que tiene un hijo y ni ella misma sabe de quién es.
-A lo mejor es que no
quiere decirlo.
-Será como usted
dice, pero yo creo que el niño tiene dos o tres padres, que Dios me perdone si
me equivoco.
-Por Dios, Eufrasia no
siga usted, déjelo ya.
-No, si por mí bien
dejadas están. Ya las irá usted conociendo, ya, que algunas, mucha confesión y
mucho comulgar, pero luego… Mejor me callo.
Mientras Eufrasia rajaba a diestro y siniestro
se escuchaban, como música de fondo, las exclamaciones de asombro que se les
escapaban a los feligreses.
La precaución del
cura de manipular la grabación para que no salieran los nombres, fue a todas luces inútil, pues todos sabían que
la madre soltera se llamaba Paquita, que la novia del hijo del herrero era
Enriqueta y que ésta era la única hermana de Pura, la madre de Noelia. Y de
esto se deducía claramente que la madre de Noelia, según la Eufrasia, engañaba
al ‘bendito’ de su marido y a su propia hermana.
Toño, conocedor de los
sentimientos de Abel hacia Noelia, se quedó mirándole con una sonrisa perversa.
Abel sintió deseos de darle un puñetazo.
De pronto vieron a la
Eufrasia en el pasillo lateral de la izquierda, abriéndose paso a empujones para
alcanzar la salida, mientras, en la bancada de la derecha se organizaba un
pequeño revuelo: un grupo de cuatro mujeres habían salido al pasillo central y
se apresuraban en persecución de la fugitiva. Eran: Pura, Enriqueta, Noelia y
una amiga de ésta.
-Se va armar una
gorda –dijo Pepín-. Esto hay que verlo; salgamos.
Cuando salieron
afuera, las cuatro mujeres estaban agrupadas; a Noelia le había dado un mareo y
las otras le estaban dando aire, abanicándola con el sombrero de un señor que
se había acercado a fisgonear.
“Joder, Noelia, esos
desmayos me dan muy mala espina; deberías ir al médico” –pensó Abel para sí mismo,
algo acongojado, al verla recostada contra el tronco del tejo milenario. Pero su
amiga se incorporó enseguida y las cuatro mujeres se pusieron a mirar, furiosas,
a su alrededor.
La Eufrasia había
desaparecido.
Así pues, se marró el
espectáculo que los chavales esperaban presenciar, pero dos días después, una
noticia corrió como la pólvora de boca en boca: La Eufrasia estaba en la cama con
el cuerpo lleno de moratones y quien sabe si algo roto, a causa de la paliza
que la Paquita le había dado. ¿Cómo lo hizo?
Con la ayuda del padre de Noelia, ‘el bendito,’ que sujetaba a la
Eufrasia, con la disculpa de que intentaba separarlas, permitiendo que la Paquita
le zurrara a placer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario