viernes, 26 de diciembre de 2014

El cura nuevo

Amigo/a lector/a, si has leído La chica de la curva, a lo mejor quieres saber cómo continúa. Éste es el segundo capítulo. Si no has leído La chica de la curva y quieres leerla, porque no tienes nada mejor que hacer, la encontrarás aquí, más abajo.


II
El cura nuevo


Aquel año de mil novecientos cincuenta y seis, por Navidad, Irene y Antonio, los padres de Abel, decidieron celebrar las fiestas, los tres, en la aldea con los abuelos.
-¡Qué asco de vacaciones!, ¡menudo aburrimiento!, –exclamó Abel, mientras preparaba su mochila. Odiaba la vieja cama plegable con el colchón de lana apelmazada, en la que tendría que dormir, para dejar a sus padres la única habitación libre que había en aquella casa.
Por otra parte, la única expectativa de diversión con la que contaba entre aquellas montañas, era  la fiesta de Noche vieja, que se celebraría en el local de la escuela del pueblo, con música de tocadiscos y panderetas.
 “¡Ojalá pueda ver algún día a Noelia, por lo menos!” –pensó. 
Cuando se apearon de la furgoneta que les llevó a la aldea y se presentaron en casa de la abuela,  encontraron a ésta en la cocina, envuelta en una densa nube de humo, intentando encender el fogón. Irene, se paró en la puerta y se tapó la boca con la mano para ahogar una exclamación de repulsa, ante el desorden y la suciedad que invadía cada rincón. Una gallina andaba por debajo de la mesa, picoteando las migas de pan que había por el suelo; la abuela se volvió de pronto y le lanzó un palo;  la gallina, asustada, se subió a la mesa y la recorrió cacareando y volcando a su paso una botella de vino, un bote de harina y un  paquete de lentejas.
-¡Condenada pita!, –exclamó la abuela-. ¡Como la agarre le retuerzo el pescuezo!
La abuela Rosaura abrazó a los recién llegados, dejándole a Antonio una marca de hollín en la camisa, que quiso limpiar frotándola con un pico del mandil pero sólo consiguió  hacerla más grande. El abuelo, con la ayuda de su yerno, devolvió las gallinas al corral y luego ambos se alejaron en dirección al bar. Abel tuvo que ponerse una funda del abuelo para ayudar a su madre a hacer limpieza en la cocina.

La Nochebuena pasó sin pena ni gloria y el día de Navidad,  por la mañana, Abel se lavó por partes en un barreño y se puso su ropa nueva para asistir a misa. No era su fe en Dios quién le empujaba a la iglesia sino la posibilidad de encontrarse con Noelia y tal vez poder saludarla. ¡Noelia! ¡Se le aceleraba el corazón sólo con nombrarla!
La había visto una vez desde el accidente de la bicicleta. Le había pedido que fuera su novia y ella le dijo que no, aunque endulzó, eso sí, su negativa con una encantadora sonrisa y dejándole entrever que no debía perder la esperanza, que quizá más adelante aceptaría, cuando su diferencia de edad no se notara tanto; en aquel momento ella tenía catorce años y él trece. Enseguida, con esa facilidad que tienen algunas mujeres para cambiar de tema, empezó a hablarle del cura nuevo; le dijo que  hacía una semana que había llegado, acompañado de una hermana; que el alcalde les había conseguido una casa en alquiler y que..., bueno, que muchas vecinas de la parroquia habían acudido a darles la bienvenida. Una les llevaba una docena de huevos, otra un queso hecho en casa, otra un pollo o una ristra de chorizos... cada una según sus posibilidades, pero que, a excepción de su madre, no sabía de ninguna que se hubiera presentado con las manos vacías. Le dijo también que la hermana del cura era una jovencita alegre y cantarina, que cantaba a voz en grito, lo mismo en su casa con las ventanas abiertas que en el coro de la iglesia.
Desde aquel encuentro, Abel no sabía que pensar de los sentimientos de su amiga hacia él.

El cura nuevo era un tipo bastante alto y fuerte, de aspecto y ademanes más bien toscos. Más que cura parecía un sargento con sotana.
  Aquel día, todo el mundo asistió a misa con su mejor vestimenta y el ánimo expectante para oír cantar a la hermana del cura. Lo primero que hizo Abel al entrar en la iglesia fue buscar a Noelia con la mirada. Allí estaba, en la segunda fila, muy atenta a la ceremonia. Lástima que sólo le veía la nuca, con su pelo rizado insinuándose bajo el velo negro que le cubría la cabeza y los hombros.
A Toño, un amigo de Abel, le llamó la atención algo que el cura había dejado en un banco lateral que había junto al altar. Eran tres cosas: una maleta y dos cajas negras algo más pequeñas, unidas por cables a la maleta.
Llegó el momento del sermón. Si un meteorito hubiera derribado aquel domingo el campanario, no  hubiera armado tanto revuelo como el que armó el cura con aquel extraño aparato, nunca visto en el pueblo: Algunos feligreses se miraron sorprendidos al ver que el cura nuevo en lugar de acceder al púlpito, se disponía a hablarles desde abajo y lo hacía en un estilo coloquial y campechano. Empezó dándoles las gracias a todos por la amable acogida que le habían dispensado; dijo que también agradecía, en particular, a cierta vecina piadosa, su esfuerzo por informarle de todo aquello que ella pensaba que el señor cura debía de saber. Y como de bien nacidos es ser agradecidos, él quería hacer públicas las palabras de la devota  parroquiana, para que sirvieran de ejemplo al resto de la congregación. Al llegar a este punto, se agachó de espaldas a los fieles y empezó a manipular la maleta y las dos cajas negras. Los feligreses volvieron a mirarse sorprendidos y los amigos de Abel  iniciaron un debate sobre la naturaleza del extraño artefacto:
-¿Qué coño es eso? –preguntó Tomás.
--Es un tocadiscos, ¿no lo ves? –dijo Toño.
-¿Qué dices?,  –replicó Pepín, que era el hijo del maestro y tenía muchos libros en su casa-. No tienes ni puta idea. Eso es una grabadora.
-¿Una quéee?
 De pronto, aquellas cajas negras, que según Pepín eran altavoces, vibraron y a través de ellas, después de una serie de ruidos extraños, se oyeron las voces del cura nuevo y de la devota parroquiana, conocida por todos los vecinos como la Eufrasia, alcanzando todos los rincones de la iglesia.
-¡Ya se lo qué es eso! –exclamó Toño casi gritando-. ¡Es un aparato reproductor!
-Pues... sí, más o menos –concedió Pepín.
-Callaros –dijo alguien a su lado, y todos se dispusieron a escuchar:
-Seguro que exagera usted, doña Eufrasia –estaba diciendo el cura, con su voz de cura, algo distorsionada por los altavoces.
-¿Que exagero? ya, ya, si yo le contara... pero mejor me callo; ya irá usted viendo de qué pie cojeamos cada uno. Lo que ocurre es que me dolería que usted y su hermana, que es tan simpática y tan guapa, no se encontraran a gusto entre nosotros; bien sabe Dios que no me gusta criticar, pero cuando vi salir de esta casa a (...), -Aquí la cinta dio un pitido cortando el final de la frase, pitido que se repetiría cada vez que la Eufrasia intentaba nombrar a alguien.
-Por ahora la puerta de esta casa está abierta a todo el mundo, doña Eufrasia.
-Ay, no me llame doña, por Dios. Mire, padre, no hace falta que me lo diga: usted no va a dar de lado a ninguna feligresa, ya lo sé, pero entre usted y yo, no se fíe de la (...); es un bicho, créame, es más mala que un dolor de muelas; ella y la hermana, que… bueno, la hermana siempre va corriendo a coger la primera el cepillo en la misa, el cestillo de las limosnas, ya me entiende.
-Sí, sí, la entiendo. ¿Y qué hay de malo en ello?
-Pues que le gusta meter la mano y sacar un puñado pa la faltriquera, según dicen.
-¿Usted la ha visto hacer eso?
-Yo no pero…
-No se puede acusar a nadie sin pruebas.
-Usted no las conoce; lógico, puesto que acaba de llegar. Ya se irá enterando, ya.
-¿De qué, doña Eufrasia?, ¿de qué tengo que enterarme?  
-Mire, pa empezar, basta con decir que las dos andan peleadas por el hijo del herrero; que conste que se lo cuento porque no es ningún secreto, todo el pueblo lo sabe, que la (...) podía respetar un poco más a su marido, que es una vergüenza, que el pobre hombre es un bendito.  Y no le digo más.
-¿Aún hay más?
-¡Qué si hay más, dice! Sin ir más lejos, ahí enfrente tiene usted a la (…); menuda es ésa también; que tiene un hijo y ni ella misma sabe de quién es.
-A lo mejor es que no quiere decirlo.
-Será como usted dice, pero yo creo que el niño tiene dos o tres padres, que Dios me perdone si me equivoco.
-Por Dios, Eufrasia no siga usted, déjelo ya.
-No, si por mí bien dejadas están. Ya las irá usted conociendo, ya, que algunas, mucha confesión y mucho comulgar, pero luego… Mejor me callo.
 Mientras Eufrasia rajaba a diestro y siniestro se escuchaban, como música de fondo, las exclamaciones de asombro que se les escapaban a los feligreses.
La precaución del cura de manipular la grabación para que no salieran los nombres,  fue a todas luces inútil, pues todos sabían que la madre soltera se llamaba Paquita, que la novia del hijo del herrero era Enriqueta y que ésta era la única hermana de Pura, la madre de Noelia. Y de esto se deducía claramente que la madre de Noelia, según la Eufrasia, engañaba al ‘bendito’ de su marido y a su propia hermana.
Toño, conocedor de los sentimientos de Abel hacia Noelia, se quedó mirándole con una sonrisa perversa. Abel sintió deseos de darle un puñetazo.
De pronto vieron a la Eufrasia en el pasillo lateral de la izquierda, abriéndose paso a empujones para alcanzar la salida, mientras, en la bancada de la derecha se organizaba un pequeño revuelo: un grupo de cuatro mujeres habían salido al pasillo central y se apresuraban en persecución de la fugitiva. Eran: Pura, Enriqueta, Noelia y una amiga de ésta.
-Se va armar una gorda –dijo Pepín-. Esto hay que verlo; salgamos.
Cuando salieron afuera, las cuatro mujeres estaban agrupadas; a Noelia le había dado un mareo y las otras le estaban dando aire, abanicándola con el sombrero de un señor que se había acercado a fisgonear.
“Joder, Noelia, esos desmayos me dan muy mala espina; deberías ir al médico” –pensó Abel para sí mismo, algo acongojado, al verla recostada contra el tronco del tejo milenario. Pero su amiga se incorporó enseguida y las cuatro mujeres se pusieron a mirar, furiosas, a su alrededor.
La Eufrasia había desaparecido.
Así pues, se marró el espectáculo que los chavales esperaban presenciar, pero dos días después, una noticia corrió como la pólvora de boca en boca: La Eufrasia estaba en la cama con el cuerpo lleno de moratones y quien sabe si algo roto, a causa de la paliza que la Paquita le había dado. ¿Cómo lo hizo?  Con la ayuda del padre de Noelia, ‘el bendito,’ que sujetaba a la Eufrasia, con la disculpa de que intentaba separarlas, permitiendo que la Paquita le zurrara a placer.




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